Tres historias de fantasmas



El reciente éxito crítico de Parásito [Gisaengchung], de Bong Joon-ho (2019), trae a la memoria dos películas con las que bien podría conformar una trilogía: la japonesa Un asunto de familia [Manbiki Kazoku], de Hirokazu Koreeda (2018), y la coreana Hierro 3 [Bin-jip], de Kim Ki-duk (2004).

Las tres historias ponen a personajes marginales en situaciones que simulan su movilidad social. De hecho, las tres son historias sobre la simulación y el artificio. En Parásito, cuando Ki-woo le pide a Da-hye que escriba una composición en inglés en la que use varias veces el verbo pretend, ambos saben, en el fondo, que toda impostura es real en sus propios términos. En Hierro 3, Tae-suk pretende habitar una casa distinta cada noche, y el espectador termina por preguntarse si no es él, Tae-suk, el propietario legítimo, aunque efímero, de aquellas casas. En Un asunto de familia, Osamu pretende tener una familia como cualquiera, ¿y quién puede juzgar si lo ha conseguido o no? ¿Quién puede definir, después de todo, qué hace a una familia?

Por eso también son historias sobre la justicia y los límites difusos de lo legal y lo moral. En las tres se señala con lucidez la arbitrariedad de la propiedad y la identidad. Por estas tres películas transitan desempleados, ancianos solitarios, jóvenes sin hogar, familias que viven en sótanos. Y, de pronto, en medio de la precariedad, la belleza inesperada, efímera, brillante como un haz de luz, como aquel paseo a la playa en Un asunto de familia.

De algún modo, también, son tres historias de fantasmas. En Parásito, la convivencia inadvertida entre ricos y pobres, entre la parte visible de una casa y un sótano oculto, se cuenta como una historia de sombras nocturnas, y la cándida dueña de la casa concluye: “Dicen que tener un fantasma en la casa atrae la abundancia”.

Convivir con fantasmas no es un asunto exclusivo de las mansiones. Sucede en todos los niveles: entre los centros metropolitanos y las zonas rurales, por ejemplo. Apenas vemos a los otros, como lejanas figuras, a través de una pantalla. En Un asunto de familia, Osamu y Shota caminan por Tokio sin ser apenas vistos, entre el ruido y la velocidad, incluso su casa parece flotar en un espacio indefinido en pleno centro de la ciudad. En Hierro 3, Tae-suk es un fantasma en toda regla: su objetivo es pasar inadvertido, se mueve con sigilo y no habla jamás. Sabe que su única ventaja es ese silencio y esa liviandad, esa extrema modestia de su existencia.

Vivir como fantasmas, o pretender serlo, suele ser precisamente una estrategia desesperada. Como son desesperadas las maniobras de Tae-suk, Osamu o Ki-woo: cobrar la pensión de alguien que no es su familiar, incluso después de muerto; dormir en las casas de otros mientras están de viaje; mentir sobre sus credenciales para obtener un trabajo; robar mercancías en los supermercados. Formas de supervivencia que el espectador recela, como un ciudadano de derechos plenos, pero que toman otra forma en la intimidad de estas clases desplazadas, precarizadas, fantasmagóricas.

Las historias sobre fantasmas siempre han servido para lidiar con lo insoportable: la muerte, la soledad. También la inequidad: el limbo al que son condenados, para errar sin redención posible, los más pobres, para llevar una vida espectral y moverse con sigilo en las ciudades. Y luego, claro, los fantasmas asustan. Vale la pena recordar que Marx invoca al comunismo como a un fantasma [que recorre Europa]. Y esto dice Bong Joon-ho sobre Parásito en una entrevista: “En la sociedad capitalista hay rangos y castas que son invisibles a los ojos. Las mantenemos escondidas y fuera de la vista, menospreciamos las jerarquías de clases de forma superficial”. Los fantasmas de estas tres películas hacen visible lo invisible, como debe hacer siempre el gran arte. 

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