La democracia

Escribo esta entrada tan sólo un día después de que se conocieran los resultados del plebiscito para refrendar los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC. El 51% de los votantes no apoyó los acuerdos, de manera que no podrán implementarse. Y algo más contundente: el 64% de los potenciales votantes decidió que no era un asunto lo bastante importante y se abstuvo. Esto condiciona sin ninguna duda mis opiniones sobre la democracia. De hecho, lo menos prudente que uno podría hacer precisamente ahora es lanzarse a escribir un texto sobre la democracia. Pero eso es precisamente lo que siento que debo hacer, casi como una forma de catarsis.

Recuerdo al comisionado de paz Sergio Jaramillo respondiendo en una entrevista reciente a una pregunta sobre la posibilidad de que un líder guerrillero resultara elegido presidente en algunos años. Jaramillo contestó con serenidad que por supuesto podía suceder si las mayorías lo elegían, y agregó que uno cree o no cree en la democracia, no sólo cuando le convienen sus resultados. En ese momento celebré esa respuesta. Hoy, cuando los votantes del NO pueden usar legítimamente el mismo argumento, no puedo negar que la ironía me hace sentir miserable.

Todos sabemos que las firmas encuestadoras se equivocan, pero en un margen de error razonable. En esta ocasión, ninguna encuesta había previsto en las últimas semanas un escenario en el que los votantes del NO superaran el 40%. Ahora los analistas de último momento hablan de un “voto silencioso”; otros sugieren que los votantes del NO se reservaron hipócritamente su decisión. En todo caso, los resultados nos tomaron a todos por sorpresa (y yo, más que sorprendido, me siento traicionado), incluyendo a los propios promotores del NO, que tardaron en armar un discurso sin propuestas claras sobre lo que debe hacerse ahora. Muchos han recordado el reciente fiasco del Brexit: una decisión democrática que las mayorías tomaron de manera irresponsable y desinformada para preguntarse un día después por sus efectos. En el caso del plebiscito, llama mucho la atención que en las calles y en las redes sociales predominaran el dolor y la indignación y se sintiera muy poco la reivindicación de los resultados por parte de los ganadores: ¿el voto silencioso también implicaba una aprobación silenciosa?, ¿los avergüenza su propia decisión?

Los más moderados han señalado que lo ideal es que los acuerdos se hagan también incluyendo a “la otra mitad del país” (mucho más de la mitad, si contamos a los abstencionistas). En ese sentido, los que debiéramos ceder ahora somos los vencidos que apoyamos el SÍ. Un duro llamado al realismo político. ¿Pero es eso realmente posible, incluso deseable? Para no ir más lejos, yo no estaría dispuesto a hacer ninguna concesión ante quienes sólo pueden concebir la ley del talión como forma de justicia, y que incluso han justificado los llamados “falsos positivos”, ahí no hay negociación posible. Alguien podría decirme con razón que es precisamente por eso, por esa imposibilidad de ponernos de acuerdo, que aceptamos que las mayorías que se expresan democráticamente se ganen el derecho a imponer su posición. Ese es el dilema. Y si hablamos además de estas mayorías “silenciosas”, que no dicen o no saben cuál es su propia posición, el asunto es más difícil. 

De hecho, muchas de las razones de los votantes del NO son tan alucinantes o banales (cuando no directamente perversas) que cuesta encontrarlas abiertamente expuestas más allá de las profundidades de los foros de Internet. Pero fue esa mezcla de mentiras, chismes y exageraciones la que terminó por vencer. Desde la antipatía personal hacia Santos (como si se tratara de un concurso de popularidad) hasta la homofobia más recalcitrante (que no podía aceptar la mención de la comunidad LGBTI en los acuerdos). Las preguntas de fondo sobre las responsabilidades políticas son inevitables: ¿cómo puede garantizarse que los votantes estén bien informados, consideren el bien común y decidan razonablemente? Recordemos que este era el espíritu original de la democracia, no simplemente el conteo indistinto de mayorías.

A mí me obsesiona la pregunta por las fuentes de información de los votantes del NO y los abstencionistas: ¿qué medios ven, oyen o leen?, ¿a quién le creen? Uno ve sus perfiles en Twitter y dicen con un orgullo incomprensible que “no le creen a los medios”, ¿cómo se informan entonces?, ¿a través de los memes de Facebook? Los resultados del plebiscito no sólo confirmaron, como si hiciera falta, que los partidos políticos han perdido casi todo su poder de convocatoria, también demostraron que los medios de comunicación y los llamados “líderes de opinión” tampoco son escuchados. El apoyo a los acuerdos parecía absoluto entre columnistas, intelectuales, artistas, académicos, periodistas. También la comunidad internacional (con la ONU y el Vaticano incluidos) se expresó unánimemente a favor de los acuerdos. Nada de esto convenció ni conmovió a los votantes del NO. ¿Cuáles son entonces los medios y los líderes que soportan las decisiones de las mayorías?

La verdad es que, para resumir, me está costando mucho la tolerancia hacia las mayorías “silenciosas”. Y no se imaginan cuántos esfuerzos hago cada semestre en mis clases para que los estudiantes rechacen la caricatura de unas masas ignorantes que se oponen a unas élites ilustradas. Con los resultados de ayer ya no sé con qué cara puedo tratar de convencerlos de algo en lo que a mí mismo me cuesta creer. Tal vez no tenga como había creído (y como había querido) una verdadera vocación democrática.

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