Artista bueno / publicista malo

Sé que en la anterior entrada de este blog insistí en la inutilidad de los debates sobre las relaciones entre arte y publicidad. Y sigo creyendo que son inútiles. Pero resultó que William Ospina aprovechó su viaje a Cartagena para librarse de la responsabilidad de escribir su columna de opinión para El Espectador, y resolvió transcribir las notas de su intervención en el congreso de publicidad. Y me indignó. Como de algún modo he decidido que voy a escribir en este blog cuando algo me indigna, me pareció que la columna de Ospina no podía quedar impune. Y es que se trata de una columna tramposa y efectista, que reproduce unos imaginarios simplistas sobre el arte y los artistas, y al mismo tiempo dibuja en negativo otros imaginarios, aún más simplistas, sobre la publicidad y los publicistas.
Dice Ospina, por ejemplo, que mientras el artista es libre de hacer lo que le venga en gana, el publicista debe atenerse a las exigencias de sus clientes. Lo increíble es que crea que puede esconder debajo de la alfombra una larguísima historia de mecenazgos dispuestos estratégicamente para reproducir el poder de las élites, sean éstas religiosas o industriales. Por algo decía Jasper Johns que los artistas son la élite de la servidumbre. Por supuesto que la producción artística, como cualquier tipo de producción, está determinada por las fuerzas del mercado, y particularmente por la existencia o inexistencia de demanda. Los artistas también tienen clientes, y los han tenido siempre. Y hay incluso una compleja serie de mediadores entre los artistas y sus clientes (y una larga cadena de plusvalía), y cada uno de estos mediadores tiene sus propias exigencias, y el artista debe arreglárselas para tener contento a todo el mundo (al crítico, al público, al galerista, al comprador, a Ospina).
Intentar esconder un mercado tan concreto y tan visible parece insensato, pero Ospina lo logra recurriendo a un truco barato: la descontextualización histórica. De modo que sus ejemplos no provienen del arte contemporáneo (un artista como Damien Hirst sería muy inconveniente para su argumentación), sino de cierta versión romantizada de la modernidad, en donde los artistas "se mueren de hambre" sacrificados a su propia genialidad. Usa el ejemplo de Mozart, apuntando que "fue arrojado a la fosa común", sin mencionar, por supuesto, que vivió una vida mucho más extravagante y lujosa que la de cualquier publicista contemporáneo, siempre cerca de los poderosos, patrocinado por las cortes, admirado por el público.
Claro que no es Ospina el primero en presentarnos esta versión martirizada y santificada del arte y los artistas. Ha sido un discurso persistente que ha terminado por parecer cierto a fuerza de repetirse, como demostraron Ernst Kris y Otto Kurz en un ensayo titulado "La leyenda del artista".
En general, el "análisis" propuesto por Ospina se limita a repetir dos prejuicios gemelos: el elogio de los artistas y el desprecio por los publicistas, a partir de la peregrina idea de que los primeros "aman" lo que hacen (y no cobran por ello), mientras los segundos nadan en dinero sin trabajar mucho. (Entre paréntesis: ¿quién, a estas alturas, se refiere al dinero como "el becerro de oro"? Sospecho que sólo Ospina, algunos pastores cristianos y quizá José Galat). Como resulta tan sencillo, algunos foristas aprovechan para moralizar sobre "la sociedad de consumo" (una expresión que ya parece tan anacrónica como "becerro de oro") y posar de genios repitiendo un par de insultos fáciles hacia los publicistas. Pero lo que cualquier observación del campo laboral publicitario demostraría es que los publicistas suelen trabajar mucho y ganar muy poco, que compiten en un entorno laboral hostil e inequitativo, que han sido obligados a adecuarse al modelo de la tercerización y el freelance, que, en fin, no son ni mucho menos versiones locales de Don Draper, así como los artistas no son (afortunadamente) versiones locales de Dalí.
Por supuesto, de esas cosas no se habla en el glamuroso congreso de publicidad de Cartagena, y sospecho que tampoco en las tertulias poéticas a las que asisten Ospina y otros artistas "muertos de hambre".

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