La inauguración de eventos deportivos como una de las bellas artes


Para nadie es un secreto la creciente importancia geopolítica de, al menos, dos eventos deportivos: los mundiales de futbol y los juegos olímpicos. Lo que está en juego allí, más allá de la destreza de algunos deportistas, es la legitimidad de los Estados-nación (supuestamente en crisis hace ya décadas) y la reproducción de un orden mundial específico, en el que ciertos países justifican el poder sobre otros según una compleja y precisa coreografía ideológica.
Geopolíticamente, entonces, la competencia principal tiene que ver con la elección de la sede de estos eventos. En el caso de los juegos olímpicos, la decisión histórica de llevar los juegos a China en 2008 marcó el definitivo lanzamiento simbólico de una nueva potencia económica; por eso los chinos no dudaron en hacer los juegos más costosos de la historia (gastaron 37.000 millones de dólares) y se cuidaron muy bien de ofrecer un espectáculo contundente que incluyó decenas de miles de (muy) disciplinados intérpretes. La oportunidad ofrecida a los chinos de representar su poderío frente a miles de millones de espectadores fue bien aprovechada, y dejó un precedente que las siguientes sedes debían tomar en cuenta. Pero el hito marcado por Beijing 2008 no consistió solamente en dar un espectáculo inaugural de semejantes proporciones, consistió también en que consolidó un guión que venía tomando forma tímidamente desde anteriores ceremonias inaugurales. Un guión que consiste básicamente en sintetizar los logros históricos de la sede elegida, y por tanto las deudas históricas que el mundo entero tiene con ella.
Semejante guión estaba, claro, implícito al menos desde los juegos de Berlín 1936, los primeros en usar abiertamente el evento como plataforma política; pero en Beijing se hicieron explícitas, digamos, las nuevas reglas del género. Porque las inauguraciones (y clausuras) de estos grandes eventos deportivos se han establecido ya como un género (¿teatral, audiovisual?) en sí mismas. Lo que vimos esta semana en Londres 2012 fue representado en los mismos términos propuestos por los chinos. De hecho, fue encargado por segunda vez a un reconocido director de cine, Danny Boyle: los chinos iniciaron la tendencia al dejar sus ceremonias a cargo de Zhang Yimou. Y el guión fue narrativamente transparente: una secuencia histórica idealizada en la que se cobran, una a una, las citadas deudas históricas, en este caso y en su orden: Shakespeare, la poesía bucólica, la revolución industrial, el capitalismo, el Estado de bienestar y la industria cultural.
Veamos: la campana, la colina de Glastonbury, Kenneth Branagh recitando el monólogo de Calibán (Shakespeare); los gansos y los granjeros (el bucolismo); las chimeneas y los obreros (la revolución industrial); los aristócratas y burgueses que miran con aprobación a las chimeneas y a los obreros (el capitalismo); las enfermeras y los niños y el homenaje al National Health Service (el Estado de bienestar); la familia “de clase media” viendo televisión y los adolescentes bailando rock-pop (la industria cultural).
En suma, el tipo de narración que cualquier país quisiera ver en los manuales de historia y que ayuda a sostener consensos ideológicos ingenuos, en cuya reproducción estos eventos son expertos: la “paz y concordia universales”, sin ir más lejos. Una narración que evitó sagazmente cualquier alusión al colonialismo o a la piratería, para nombrar sólo dos elementos desagradables pero imprescindibles en cualquier historia sintética de la Gran Bretaña. Una narración que incluso escamoteó el relato de la segunda guerra mundial, trocándolo por simples pesadillas infantiles.
Pensando en esto, en la creación de estos guiones, resulta interesante la comparación con la inauguración china, consagrada a dejar claro el siguiente mensaje: “Occidente nos debe todo”; es decir: la escritura, la pólvora, la imprenta, y etcétera. De allí que los británicos hayan insistido ahora en que les “debemos” la revolución industrial (como si no fuera el resultado, también, del superávit colonialista); y en un registro más contemporáneo, las industrias culturales: el cine, la televisión, la música pop. Puede decirse que mientras China reclamó un pasado ya lejano, la Gran Bretaña reclamó el pasado más reciente (el “largo siglo XX”). En ambos casos, sin embargo, la intención final es reclamar el futuro.
¿Qué hará entonces Brasil en su inauguración de 2016?, ¿cómo se ubicará en este metarelato de la historia “universal”? Estas preguntas son más acuciosas si tomamos en cuenta que esta es la primera oportunidad que el Comité Olímpico Internacional (¿quiénes tienen asiento en ese comité: cómo se ganan esas plazas?) le da a un país latinoamericano, y a un país hasta hace muy poco considerado también parte del llamado “tercer mundo”, para reclamar su parte en esta torta simbólica y política. De modo que vale la pena preguntarse cómo cobrar cuentas históricas desde Latinoamérica sin hacer alusión, por ejemplo, a la esclavitud, al saqueo colonialista, a la deuda externa. Una posible (y previsible) salida para Brasil ante semejante reto narrativo e ideológico es apostar por el discurso políticamente correcto de la ecología: “tenemos el Amazonas, somos el futuro del planeta, etcétera”.
Por supuesto, además de las sedes de los juegos, hay otros campos simbólicos de batalla: el más evidente es la tabla de medallería, que históricamente ha sido dominada (ojo a la expresión) por los Estados Unidos, no por azar el mismo país que ha dominado económica y políticamente al resto del mundo en el último siglo. Durante la larga guerra fría, la URSS ganó en Munich 1972, Montreal 1976, Moscú 1980 (los Estados Unidos no asistieron) y Seúl en 1988; en 1992 ganó la Comunidad de Estados Independientes (es decir, las naciones exsoviéticas). Por supuesto, en Beijing ganó, por primera vez, China. En esas estadísticas se refleja sin duda el estado del orden mundial imperante en cada momento; un orden mundial en el que la dominación del “primer mundo” ha sido evidente (habría que hacer un paréntesis sobre el asunto de la dominación racial, teniendo en cuenta que los atletas negros han ganado más medallas, y cada vez ganan más).
En los juegos olímpicos, y en los grandes eventos deportivos en general, se trata, como creo recordar que escribió Walter Benjamin, no de la politización de un hecho estético, sino de la estetización (más exactamente: la espectacularización) de un hecho político. Y el espectáculo central de la inauguración ha demostrado ser el espacio de representación más importante de esta estrategia.

Comentarios

  1. Y las acciones de Banksy frente a todo ese relato histórico: un lanzador de jabalina que en realidad lanza un misil, y un saltador de garrocha que en realidad salta por encima de una cerca para caer en un viejo colchón: http://www.revistaarcadia.com/arte/articulo/banksy-desafia-autoridades/29145

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