Oh how we dance


Se cumplen cuarenta años de Rain Dogs (1985), probablemente el álbum más importante de la larga carrera de Tom Waits y, ya que estamos haciendo cuentas, uno de los discos que más veces he escuchado en mi vida. Cuando lo oí por primera vez, hace unas dos décadas, me pareció rabiosamente contemporáneo. Tal vez yo estaba descubriendo la música, como lo descubrimos todo a los 20 años, y la voz de Waits, entre el susurro y el aullido, me desconcertó y me fascinó. Esa fascinación no ha cambiado, pero sí la idea de lo contemporáneo; hoy suena como un clásico, casi una reliquia, y la atmósfera nostálgica que no noté siendo joven, cuando todo era euforia, es ahora lo más evidente.

Hay que empezar por la euforia: Waits y los músicos de su banda bailando como un grupo de gitanos, magníficos vagabundos salidos de una obra de Bertolt Brecht, como en esta presentación en vivo de 1988. El artista extiende burlonamente el sombrero hacia el público, sonriendo con malicia, como un verdadero perro callejero, y el blues de cabaret va creciendo en el auditorio con un golpe de tambor más y más constante, un zapateo, la nota alta del clarinete que hace levantar a cualquiera de su silla, el acordeón traído directamente de los Balcanes. Recuerdo perfectamente, con el cuerpo y con todos los sentidos, cómo esta danza eufórica de Waits fue para mí el modelo de la felicidad.

Rain Dogs es un álbum conceptual, como cada vez se encuentran menos. Está dedicado a los perdedores. Los perros dispersos por la lluvia son la primera imagen de los desposeídos vagando por la ciudad nocturna, durmiendo mal en los vagones del metro, buscando una esquina en dónde recostarse con una botella y una bolsa de papel: “they’re wounded but they just keep on climbing / and sleep by the side of the road” (Diamonds and gold). Pero la visión de Waits no es solo un lamento o una denuncia; es una celebración, una declaración de afecto, y cada canción parece acercarse a alguien malherido para decirle aquí estoy, aquí estamos, juntos, empapados y, por qué no, felices: “Let me fall out of the window with confetti in my hair” (Tango till they’re sore).

Experimental, potente, festivo, nostálgico; Rain Dogs obliga a mover los pies, a dar palmadas, a reír como un pirata cantando Singapore, a llorar con esa desgarradora canción de despedida que es Hang down your head. A veces, las imágenes evocadas son de una enorme fuerza expresiva: “The downtown trains are full / with all those Brooklyn girls / They try so hard / to break out of their little worlds” (Downton train). Otras veces es el puro sonido el que se alza sobre un fondo de frases difusas, como en Time, una canción que podría hablar sobre cualquier cosa, pero que concentra toda su fuerza en el arrullo del coro, la aliteración de una sola palabra como un conjuro: el tiempo, el tiempo, el tiempo; el tiempo es lo que amas.

Hay que terminar por la nostalgia: ese largo lamento ebrio que es Anywhere I lay my head (hay una versión bastante buena de Scarlett Johansson, aunque parezca increíble). Rain Dogs es el aullido de Allen Ginsberg reversionado, una diatriba, pero también un carnaval, una banda de músicos callejeros que se despide, extiende el sombrero, se aleja bajo la lluvia hacia el pasado, irremisible, desaparece en el horizonte mientras el brillante presente plastificado de la música pop se toma la escena.

Sigo oyendo Rain Dogs una y otra vez, como el viejo terco que ya soy, porque estoy de acuerdo con un usuario anónimo de YouTube que comenta en un video: cuando sea que recuerdo que Tom Waits y su música existen, sonrío.

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