Lecciones de luz
La imagen que abre esta entrada muestra al fotógrafo León Ruiz a sus noventa años. Está nombrando a una barca pintada en un muro del Museo del Río Magdalena, en Honda. El nombre de la barca, Leonor, es también el nombre de la abuela de León, que lo llevó a conocer el Magdalena cuando él tenía solo seis años, en 1939. Casi un siglo media entre ese primer viaje y este homenaje. Leonor, la barca, está pintada en el muro porque León está inaugurando una exposición con sus fotografías del río y lanzando un libro, su primer libro como escritor, y no solo como fotógrafo; su ópera prima, a los noventa años.
El libro se llama Señas desde la orilla y fue publicado en 2023, por el propio Museo, a partir del manuscrito que León guardó y olvidó, y luego donó para que otros guardaran y olvidarán, durante casi cuatro décadas. En abril de 1986, León recorrió los 1540 kilómetros del río Magdalena, desde el Macizo Colombiano hasta Bocas de Ceniza, y durante ese viaje llevó un diario. El documento, con algunas hojas perdidas, llegó hace unos años a manos del antropólogo Germán Ferro, quien decidió editarlo. La serie de casualidades que evitaron su pérdida debe ser larga, y otras casualidades han ido llevándolo hacia sus lectores. Así fue como el azar me condujo hasta uno de los libros más memorables que he leído en los últimos años.
A pesar de lo extraordinario del viaje (no cualquiera hace un recorrido semejante), el relato no es épico; por el contrario, está escrito con el lenguaje vital de la cotidianidad y conserva la extraña cualidad de una larga conversación. Casi se puede oír la risa franca de León entre una anécdota y otra, el suspiro de nostalgia en la descripción de un atardecer. Su mirada es aguda, pero también empática y espontanea. Habla con unos y otros a lo largo de la ribera: tejedoras y pescadores, comerciantes y artesanas, familias numerosas que evaden la miseria cada día, viejos patriarcas que recuerdan desde un balcón el glorioso pasado de un puerto.
Los propios recuerdos de León navegan entre el río y el relato de sus habitantes. Recuerdos hechos de la misma materia de los sueños, como el de su viaje de infancia con su abuela Leonor:
“En la noche llegamos a Puerto Berrío y abordamos el vapor. Era increíble ver ese gran edificio de varios pisos lleno de luces que flotaba sobre el río. Al amanecer me despertaron los rugidos de la sirena. Salté de mi cama y salí a ver cómo nos alejábamos lentamente del muelle y comenzábamos a navegar rumbo a Puerto Salgar […] No olvido la exaltación que produjo el encuentro con otro barco. Se saludaron los vapores con sus sirenas y todo el mundo de cada barco salía a ver a todo el mundo del otro”.
A estos recuerdos debemos que la otra Leonor, la barca que León está pintando arriba, haya sido construida cerca a Neiva, donde el río se hace navegable, para llevarlo a él y a su piloto, Moisés, hasta la desembocadura del río. El homenaje a un viaje iniciático de infancia se convierte en un viaje poblado de epifanías en la adultez.
Tal vez todo viaje importante esconde una biografía. Y también una biografía colectiva: León hace el relato preciso de los habitantes del Magdalena y, por extensión, de un país que tanto le debe al río. Desde la década de los ochenta, que ya nos parece tan lejana, estos testimonios se asoman con nostalgia a un mundo desaparecido, tal vez sumergido en el propio río: barcos de rueda, caimanes por centenas, tigres en las riberas, leyendas de lloronas y mohanes, y las violencias innombrables que esas leyendas conjuran. Es seguro que casi ninguna de estas personas vive hoy, y los puertos y caseríos que recorrió León habrán cambiado tanto que todo lo que nos cuenta parece alterado por una sensación de irrealidad, como si viéramos figuras a través del agua.
El relato coral pasa por San Agustín, en donde conocemos al ayudante de Konrad Preuss, el etnólogo alemán que descubrió y saqueó la necrópolis; por Armero, apenas meses después de la avalancha que arrasó con el pueblo; por la subienda de Honda, electrizada por los miles de pescadores que atravesaban el país tras la bonanza de ocasión; por el nacimiento de los grupos paramilitares en Puerto Boyacá, el único lugar en el que León no habló con nadie, intimidado por los soldados; por Mompox, una ciudad detenida en el tiempo, que flota en el cielo como la capital del realismo mágico. Y en cada lugar León tiene el ánimo de nombrar a cada persona y a cada animal, consigna en el diario como el gesto más conmovedor el nombre de cada perro, gato o caballo que haga parte de las familias que le ofrecen un lugar para dormir, un plato de comida, con una generosidad que nunca deja de sorprender al viajero y al lector en un momento, además, tan convulsionado como el final de la década de 1980.
He pensado mucho en las anotaciones que hace León a su paso por Armero, en donde todavía pueden verse “los huesos descarnados del alguien que no alcanzó a ser sepultado”. Apunta esto en su diario: “Un pájaro canta. Él no sabe que aquí hay 25.000 seres enterrados en vida por un alud […] Es macabro esto pero este desierto no deja de tener una belleza. Es bella la vida, y es bella porque existe la muerte.”
Es como si la luz que tanto había estudiado León para sus fotografías iluminara el mundo que percibe. Una luz brillante como los primeros rayos del sol sobre el agua del río, sobre el asfalto de las calles, cuando un día nuevo nos contagia de optimismo y vitalidad. Así es todo el libro, un negativo de El corazón de las tinieblas, en donde el río Congo va perdiendo a Marlowe entre las sombras. Aquí, en cambio, el Magdalena se va abriendo para León como un horizonte iluminado, incluso en medio de la miseria y la violencia que sabe que existe, y que quienes hablan con él sufren también. Me recuerda una imagen de Albert Camus en un bello texto escrito en medio de la guerra, en 1940, Los almendros: “En tiempos de las espantosas guerras de Flandes, los pintores holandeses podían llegar a pintar los gallos de sus corrales”.
Esta atención a la banalidad del bien, por decirlo de algún modo, es también una lección de paciencia y de contemplación. León la describe perfectamente cuando reflexiona sobre el tiempo de la navegación: “[en el río] lo que está adelante toma tiempo en llegar, porque todo es lento. Lo que está atrás es igual, aún no se ha ido. Estoy siempre en el paisaje y siempre en el presente y mi barca hace parte de él”.
Señas desde la orilla es, sobre todo, una celebración. Y cuando León llega al final de su viaje lo deja claro con una candidez que emociona: “Llegamos al puente [Alfonso López Pumarejo] y algo me sucedió allí, salió de mí una emoción indescriptible y no tuve otra cosa que hacer que gritar vivas a todo lo que quiero y a todo lo bueno y a Moisés Duque, el piloto que me trajo”.
Tal vez el espíritu de este libro honesto y potente pueda resumirse en lo que le dijo en Honda un pescador a León. Pompeyo, un hombre de sesenta años que vendía tintos en Bogotá y viajaba al Magdalena para la subienda anual: entre el relato disperso de sus aventuras y sus fatigas, sus amores y desamores, aquello que consideró esencial para contar su vida, se deslizó la poesía más genuina: “Claro que lo más bonito es vivir”.
Sí, lo más bonito es vivir, y leer. Para mí, leer el viaje de León fue como vivir por un momento la vida de otros, una sensación que perseguimos siempre en los buenos libros.
No puedo olvidar que hacia el final del relato, en los muelles de Barranquilla, alguien se roba a Leonor, la barca, y la reacción de León es otra vez, cómo no, una lección de optimismo: “[Al robarla] me habían evitado el dolor de tener que venderla. La gente no sabe lo que se roba. A veces ocurre que alguien se puede robar un pedazo de la vida. Me consolé pensando que Leonor ya es inrobable, pertenece a la eterna permanencia en el recuerdo”.
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