La poesía y el afuera

A veces necesito leer un poema como quien necesita un trago. Mucho mejor si lo puedo leer en voz alta. Una dosis pura de lenguaje. La cadencia de las palabras calma mi ansiedad, me ayuda a calibrar la respiración, a reiniciar las sinapsis aturdidas por la economía de la atención: correos electrónicos, redes sociales, documentos institucionales, noticias políticas, ruido de fondo, una densa trama que la lectura literaria es incapaz de traspasar. La lectura de novelas, especialmente, demanda una atmósfera, un ritmo ya avanzado en el trato con las palabras. Solo un buen poema logra romper la maraña del lenguaje cotidiano para iniciarnos en el extrañamiento.

Muchas veces he sentido que un poema me devuelve la respiración. Casi ahogado, abro un libro en cualquier página y leo algo: “¿A qué inefable criatura, que debemos haber perdido, estaba destinado el día?” (Elizabeth Bishop). Solo entonces respiro de nuevo, como emergiendo del fondo del agua, alcanzo las palabras a bocanadas. La música de un verso me apacigua, me quedo reflexionando ante el prodigio de una metáfora.

¿Qué es lo que intuimos en la fascinación del poema que se escapa a otras formas literarias? Creo que Mario Montalbetti me ha dado una pista definitiva: el poema explora los límites del lenguaje sumergiéndose en él. Es como viajar en submarino.

Uno de los logros que más admiro en la poesía es precisamente esta creación de imágenes reveladoras, imágenes que nos ayudan a entender ideas complejas mejor que cualquier sofisticado argumento. La imagen de Montalbetti es en apariencia sencilla: la narrativa es como un viaje en avión, una cómoda visión panorámica del lenguaje que permite ver allá los personajes, los diálogos, y más acá la trama, el estilo, todo dispuesto a una distancia prudencial. La poesía, en cambio, se zambulle en el lenguaje y se arriesga en lo desconocido, en las oscuras profundidades de un océano que, desde el avión, es solo una línea en el horizonte. Para la narrativa, el afuera del lenguaje está allá lejos; para el poema, apenas a unos centímetros, al otro lado de la ventanilla del submarino.

Afuera tú no existes, solo adentro, dicen los Caifanes. Y Deleuze: el afuera no puede ser pensado, pero tiene que ser pensado. El afuera es lo no representable, está más allá de nuestro alcance, más allá del lenguaje; afuera no existimos. Pero aunque el afuera es en esencia inaccesible, nos podemos acercar al abismo. Gracias a la poesía, a su exploración del lenguaje, podemos imaginarnos asomados a esa ventanilla: afuera está la oscuridad, sombras; se ve poco, pero se avanza sobre intuiciones, todo el espacio está disponible para el pensamiento.

Este riesgoso trabajo del poema le da, tal vez, su carácter misterioso, su estatuto de último recurso cuando todo lo demás falla. Apostados en los límites del lenguaje, los libros de poesía ocupan los estantes como balas de oxígeno. Hay un bello poema de Adrienne Rich, “Dedicatorias”, que termina con esta íntima alusión a quien lo lea: “Sé que estás leyendo este poema porque no queda nada más para leer ahí donde has llegado, desnuda como estás”.

Quizá es esa desnudez la que sentimos frente a un buen poema, esa vulnerabilidad. Y cuando no queda nada por decir, por hacer, buscamos afuera del lenguaje.

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