Proust en el campo de concentración

Las historias nos hacen más reales. El economista Thomas Schelling, pionero de la teoría de juegos, propuso un famoso experimento de economía comportamental que se ha replicado en muchas versiones: dos campañas de donación se presentan a una misma audiencia; en la primera, un hospital público expone sus finanzas en números rojos y las cifras de muertes evitables si logra mantenerse en funcionamiento; en la segunda, se cuenta la historia de una pequeña niña (llamémosla Danna) y de su familia. Danna tiene una enfermedad incurable, pero puede sobrevivir, con la ayuda de las donaciones, al menos hasta la próxima navidad: la anima la ilusión de ver de nuevo a Santa Claus. Invariablemente, la campaña de donaciones por Danna supera por mucho a la del hospital público, aun cuando la segunda salvaría muchas más vidas. ¿La razón? Su historia parece más real que las cifras abstractas del hospital.

No es solo una cuestión de verosimilitud, como si el hospital pareciera un engaño. Es también una cuestión de empatía. La pequeña niña ilusionada por la navidad tiene algo que el hospital no: una historia. Es decir que hay personajes, un arco dramático, un escenario, pathos. Los donantes pueden identificarse con esa historia en un nivel emocional que no tienen las estadísticas de ingresos y gastos, de camas y pacientes. Esto es algo que los economistas han sabido siempre de algún modo, aunque no hayan sacado de allí ninguna lección. El propio Adam Smith incluyó hace casi tres siglos en su Teoría de los sentimientos morales una parábola similar, que luego fue (mal) interpretada como una defensa del egoísmo: ante la terrible noticia de un terremoto devastador en China, un sensible hombre inglés se siente impactado, incluso preocupado, pero poco a poco lo va olvidando y se ocupa de sus propios asuntos. ¿Qué sabe él finalmente sobre China? ¿Qué significan esos números del conteo de víctimas?

Las historias nos hacen más reales. Incluso en medio de la realidad más cruda: un campo de prisioneros de guerra en invierno, entre el barro y la nieve, al borde de la inanición, condenados a trabajos forzados en el día, venciendo el frío y el sueño en las noches, venciendo la censura, la angustia por una ejecución casi inminente. Es en ese escenario que un grupo de oficiales polacos se reúne cada noche para hablar sobre un libro, una novela: En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.

Esa es la historia que cuenta Lost time, el libro publicado a partir de las notas que algunos de estos oficiales lograron tomar en aquellos días de las lecciones sobre Proust que, de memoria, les dio uno de ellos: Józef Czapski, quien más tarde se convertiría en un renombrado pintor.

Autorretrato de Czapski, 1951.

Afuera, en aquellos primeros años de la Segunda Guerra Mundial, más de 20.000 oficiales y cadetes polacos tomados prisioneros fueron ejecutados por órdenes de Stalin. Czapski y sus compañeros, en el campo de Gryazovets, están entre los pocos que sobrevivieron. Para no morir de desesperación, decidieron dedicar sus noches a hablar de aquello que más disfrutaban, de aquello que podía darles sentido pese a todo. Czapski sugirió dar algunas charlas sobre sus recuerdos de la novela de Proust, tan asombrosamente precisos y agudos que otros oficiales decidieron tomar notas en los papeles que tuvieran a mano. Al publicarse el libro muchos años después, Czapski escribe lo siguiente:
“De aquellas lúgubres profundidades, las horas pasadas entre las memorias de Proust me parecen las más felices. Debo admitir con vergüenza que esa experiencia de la literatura, por la que tenía tanta avidez, fue muchas veces más potente que las noticias sobre la caída de París o el bombardeo sobre Londres”
Otro prisionero de guerra polaco, Aleksander Wat, escribió en sus memorias algo similar:
“Leer libros en la prisión fue una de las mejores experiencias de mi vida. No porque me permitieran escapar sino porque, de algún modo, me transformaron. Leer en Lubyanka tenía un enorme efecto: los libros estimulaban mi deseo de vivir, cualquier tipo de vida, a cualquier costo, un deseo insaciable por vivir en libertad, incluso si era la miserable libertad de la prisión”
La miserable libertad de la prisión. La misma sobre la que cuenta Jorge Semprún en el campo de concentración de Buchenwald, haciendo memoria de sus lecturas de Goethe; o Primo Levi en Auschwitz, concentrado en los versos que recordaba de la Divina Comedia. La misma que relata en su autobiografía Bertrand Russell, preso también aunque un par de días y en circunstancias mucho menos brutales: leyendo un libro que lo divertía se echó a reír y fue reprendido de inmediato por el guardia. En la cárcel estaba prohibido reír.

La risa de Russell debió parecer inadecuada al guardia por una razón: traía demasiada realidad al espacio irreal de la prisión. Demasiada vida. Pero esa vida venía de lejos, de un conjuro de palabras que, en el caso de Czapski, transformaba un barracón oscuro en un elegante salón de baile, y ocupaba a los prisioneros en intrigas aristocráticas que no podrían importarles menos en otra circunstancia. ¿Puede ser la literatura más real que la realidad? ¿Cómo es posible que sea más concreto un personaje de ficción, digamos una vieja condesa celosa, que una guerra brutal a mi alrededor? ¿Recuerdan a la pequeña niña que quiere vivir hasta la navidad?

¿Cómo es posible que sea más concreto un personaje de ficción, digamos una vieja condesa celosa, que una guerra brutal a mi alrededor? 

Yo sé que he leído (¿he conocido?) a personajes literarios más auténticos y complejos que mucha gente real. Quizá es así porque una novela me los ha presentado con profundidad y sinceridad, mientras que por fuera de la literatura nos cuesta revelar nuestros sentimientos o declarar nuestras ideas abiertamente. La realidad real parece condenada a la abstracción y la indefinición, mientras que las historias nos dan la ilusión de un sentido: personajes, un arco dramático, un escenario, pathos.

Tal vez a eso se refería Paul Ricoeur cuando decía que la narración le da dimensión humana al tiempo.

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