Fe


Llevo semanas pensando en la fe. O en el sentido. O en cómo son indistinguibles. Todo empezó con el siguiente fragmento de Tránsito, la novela de Rachel Cusk:

"Esto había sucedido hacía algunos años, una noche que estaba sola con mis dos hijos. Era invierno: a media tarde ya se había hecho de noche y los niños estaban cada vez más inquietos. Su padre no estaba en casa, estaba volviendo en coche de algún lugar. Estábamos esperando a que llegara. Recuerdo la tensión que había en la habitación, que parecía motivada por el carácter provisional de la situación, por el hecho de estar esperando. Los niños no paraban de preguntar cuándo llegaría su padre y yo no dejaba de mirar el reloj, confiando en que pasara el tiempo. Sin embargo, sabía que cuando él llegase no iba a ocurrir nada distinto o especialmente importante. Lo que pasaba era que, con su ausencia, algo se estaba estirando hasta el límite, algo que tenía que ver con la fe: era como si nuestra capacidad de creer en nosotros mismos, en nuestro hogar y nuestra familia y en quien decíamos que eramos se hubiera convertido en un hilo tan delgado que podía romperse en cualquier momento".

A veces nos pasa que una página hallada al azar nos levanta del suelo y nos lanza hacia un espacio abierto e indeterminado, poblado de intuiciones y desconcierto. A veces es una imagen luminosa que nos deja una sonrisa boba en la cara; otras veces es una frase que parece venir del fondo de los tiempos a encontrarse justo con nosotros, una revelación casi dolorosa.

Leyendo a Cusk, me quedé de piedra ante la idea de que podemos perder la capacidad de creer en nosotros mismos, en lo que (nos) decimos que somos. Tal vez sea esa la forma más fundamental de la fe. No me refiero, por supuesto, a la versión motivadora de "creer en uno mismo"; me refiero a la versión literal: a ese contrato ficcional que hacemos con nosotros mismos. Para la narradora de esta historia, ese contrato se resuelve en una imagen de la familia reunida, una imagen que cierra el sentido, que completa lo real. El padre ausente amenaza esa seguridad ontológica y pone a prueba, estirándola hasta el límite, la fe que la narradora y sus hijos han puesto en la idea de ser una familia.

En un nivel de interpretación, este delgado hilo es la imagen de una relación que se termina: la narradora descubre que la idea que la une con su pareja es contingente. La sencilla operación de hacerla visible es suficiente para advertir el artificio. Ya no hay amor, solo fe, y la relación debe terminar o ya se ha terminado de hecho.

Pero hay todavía otro nivel de interpretación, quizá más sutil: el padre ausente, la larga espera, son las formas en negativo de una pulsión por cerrar el sentido. En realidad, cualquier presencia sirve ante el horror al vacío: una mascota, el televisor encendido, las noticias reconfortantemente idénticas a sí mismas, el doomscrolling, cualquier cosa, menos el silencio. La fe en lo que decimos que somos debe ser una fe compartida, una creencia colectiva más fuerte que cualquier tentación de asomarse al abismo del sinsentido. En realidad, siempre estamos esperando que pase algo, nada especialmente importante: solo la señal de continuidad de un relato sobre nosotros mismos.

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