Inventando a los bárbaros


A veces sentimos que vivimos en un estado de guerra constante; en el sopor de ese eterno retorno, lo más difícil es recordar quiénes se enfrentan: ¿quién es el enemigo?, ¿a quién se opone?, ¿en qué bando estamos y qué identifica a ese “nosotros” imaginado? Tras un momento de reflexión, las preguntas que parecen más obvias se revelan más complejas, y empezamos a asomarnos, con perplejidad, al abismo de la crueldad o el sinsentido.

Hace 125 años, en 1898, el poeta griego Constantino Cavafis escribió un poema titulado Esperando a los bárbaros, una pequeña joya que aún hoy relumbra en la imaginación de sus lectores como la fugaz visión de una verdad profunda y difícil de articular. Con una mezcla imposible de sutileza y contundencia, Cavafis describe cómo se prepara una ciudad para resistir a las inevitables invasiones bárbaras, que sin embargo se hacen cada vez más difusas, hasta parecer casi una fantasía. Los bárbaros nunca llegan, o tal vez ya habían llegado, habían estado siempre ahí, y el poema cierra con una pregunta aguda: “¿Qué pasará con nosotros ahora que no hay bárbaros?”

Los bárbaros nunca llegan, o tal vez ya habían llegado, habían estado siempre ahí, y el poema cierra con una pregunta aguda: “¿Qué pasará con nosotros ahora que no hay bárbaros?”


Esta ficción sobre la espera, esta espera de lo ficcional, sirvió como inspiración para tres grandes novelas del siglo XX. La adaptación cinematográfica de una de ellas es la última película de Ciro Guerra; una adaptación que vale la pena ver y que, como toda la obra de Guerra, explora la fuerza dramática de lo no dicho, de lo ausente: el silencio, la soledad, la espera.

En la película, el espectador está sujeto al agobiante ritmo de una espera humillante, agravada por el creciente absurdo de la violencia policial. El magistrado, genialmente interpretado por Mark Rylance, a cargo de la administración de una pequeña ciudad, personifica con sus suaves maneras a la perfecta víctima sacrificial. Es imposible no sentirse atraído por su figura, estudiando hasta la noche a la luz de una vela, rodeado en su escritorio de viejos manuscritos, pequeñas esculturas e instrumentos misteriosos.


No fue esta imagen la que más llamó mi atención al ver la película, debo confesarlo, pero hablando luego con D él me hizo notar que el espacio luminoso de ese estudio contiene toda la tensión de la barbarie por venir. La película logra traducir en imágenes las sensaciones complejas de la combinación de historias que la preceden.

Primero fue el poema de Cavafis, luego la novela de 1940 El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, que creó al protagonista perfecto de la espera: el oficial Drogo, un joven militar comprometido con su deber que, con el paso de los años, pasa de temer la llegada de los invasores a desearla con todo su ser, volcando toda su identidad en la obsesión por aquel enemigo fantasmal. Esa novela, de hecho, tuvo su propia versión para cine en 1979, dirigida por Valerio Zurlini: es claro que Guerra y su equipo estudiaron los paisajes desérticos y las tomas panorámicas de Zurlini para perfeccionar el intertexto.

La mejor de las versiones literarias, en mi opinión, la escribió en 1951 Julien Gracq, bajo el título El mar de las Sirtes. En ella, el aristocrático oficial, Aldo, es enviado a las fronteras del Imperio para vigilar el avance enemigo, pero la guerra ha durado tanto, siglos incluso, que todos han olvidado qué enemigo es ese y cómo reconocerlo. Gracq nos lleva al interior de la mente atormentada de Aldo, que naufraga con la espera en medio de un delirio poético. Más tarde, en 1980, apareció la versión de J. M. Coetzee, con el mismo título del poema de Cavafis. En ella, Coetzee subraya los elementos más políticos de la alegoría: el modo en que el colonialismo ha construido siempre a un Otro bárbaro, inescrutable, para justificar el despojo.

Para la película de Guerra, el propio Coetzee colaboró en la creación del guion, aunque algunas diferencias son notables: la principal, que el narrador de la novela de Coetzee, en primera persona, es el propio magistrado, lo que da pie a una reflexividad despiadada. El magistrado es consciente de la contradicción de su situación como agente colonial: puede no ser el policía brutal e ignorante, pero también contribuye en la dominación y en el exterminio, que quisiera evitar, de los indígenas. En la película esta reflexividad no es tan explícita, y en cambio es mucho más explícita la bestialidad de la violencia colonial, hasta el punto en que el espectador es obligado a retirar la mirada. Esta confrontación con la cara más macabra de la construcción de un enemigo es un logro de la película, y es difícil que la incomodidad que produce no se traduzca con los minutos en una pregunta perturbadora: ¿quiénes son entonces los bárbaros?

Creo que esta genealogía es prueba de que esta historia reclama volver a ser contada, una y otra vez. Hay en ella intuiciones más poderosas que aquellas que puede expresar cada una de sus versiones. La película de Guerra hace bien su parte, acentuando por ejemplo el poder evocador de lo no dicho, como cuando el magistrado y el coronel Joll se encuentran por última vez y tienen una conversación sin palabras, en la que nada podría mejorar al silencio. O cuando la cocinera deja en el aire la turbiedad de la relación entre el magistrado y la mujer rescatada. Pero, sobre todo, es el silencio de los propios “bárbaros” el que sostiene la lograda tensión de la película. Cuando el magistrado los hace hablar a través de las tablillas decomisadas por la Policía, como si el código de una conspiración se hiciera transparente, deja más claro que nunca el verdadero poder de ese silencio.

En una de las líneas memorables de la película, el sanguinario coronel Joll se burla de los reclamos de justicia del magistrado, diciéndole con sarcasmo que, si busca pasar a la Historia, lo está haciendo en el lugar más inadecuado: “esta es la frontera, magistrado, aquí no hay Historia”. Ese vaciamiento de la Historia, del sentido, del juicio ético o estético, todo eso queda retratado con precisión en la transformación del estudio del magistrado tras la llegada de la Policía. Si alguna vez hubo belleza, curiosidad, ciencia o poesía en aquel lugar, ahora no hay más que archivos y sellos. Barbarie.


Esperar a los bárbaros, parece que nos dice esta historia tantas veces contada, es también inventarse a los bárbaros. Tal vez esperar es siempre imaginar: adivinar siluetas en el horizonte, como en la última imagen de la película, ¿un espejismo?, ¿la expresión de un miedo o la de un deseo? Cada uno verá lo que quiere ver.

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