Dos imágenes del suicidio


Hace poco conocí una investigación periodística sobre un espía ruso que vivió en Bogotá en la década de 1970, en el clímax de la guerra fría. Su nombre era Aleksandr Ogorodnik y su historia es muy interesante; como no pretendo resumirla aquí, recomiendo oírla en este podcast. Lo que sí voy a hacer es traicionar la construcción dramática de la narración revelando cómo murió Ogorodnik: apresado en Moscú por la KGB, al descubrirse que trabajaba como agente doble para la CIA, se tomó una píldora de cianuro.

No era el primer espía en hacerlo, ni sería el último. Tampoco es un drama reservado a los espías: es célebre el suicidio de Eva Braun, compañera de Hitler, con el mismo método, así como el de varios oficiales alemanes en la misma disyuntiva desesperada: ser apresados tras la derrota, o morir. La historia de los suicidios con píldoras de cianuro incluye a terroristas tamiles, agentes norcoreanos y asesinos en serie gringos. Generalmente es una reacción que, ante la inminencia de capturas, interrogatorios o torturas, toma por sorpresa a los demás: la píldora se oculta cosida a la camisa, o en lapiceros y encendedores, y hasta en la propia dentadura, como una muela falsa. Todo esto lo aprendí investigando un poco tras conocer la historia de Ogorodnik, y mientras pensaba en estas píldoras tuve la intuición de algo más complejo, apenas imágenes e ideas que parecen señalar la necesidad de escribir para ordenarlas con palabras. Esa es la razón por la que generalmente vuelvo a este blog.

Tal vez la idea que se dibuja más claramente sobre el fondo es la de la muerte como una salida de emergencia. La píldora permite huir, sí, pero al otro lado de la puerta está el abismo. Otra imagen, más perturbadora, es la de llevar la muerte en el bolsillo. La píldora, ese objeto diminuto, se convierte en la metáfora de una certeza incómoda: llevamos siempre a la muerte con nosotros. Pero llevarla en el bolsillo es también, de alguna manera, domesticarla, mantenerla dormida en una versión miniaturizada.

Concebir a la muerte como un recurso, que está ahí disponible para cuando sea oportuno, y no como una fuerza superior e incontrolable, me parece un giro radical en nuestra eterna preocupación por definirla. La muerte propia, que no sabe ser oportuna o necesaria, aparece de pronto como un expediente o una estrategia.

Pero si este giro parece sugerente, lo es todavía más el destino metafórico de la píldora letal. Con el tiempo, la píldora ha perdido su dimensión significante para desplazarse al puro significado como, nada menos, que una estrategia legal corporativa. De hecho, las búsquedas en Internet arrojan más resultados en este segundo sentido que en el primero y más literal. Las empresas empezaron a tomar “píldoras letales” o, más exactamente, a amenazar con tomarlas, cuando el capitalismo financiero se hizo lo bastante complejo al final de la década de 1980. El truco consiste en amenazar un suicidio corporativo ante la inminencia de una compra hostil de sus acciones, o de alguna fusión empresarial indeseada. El uso estratégico de una medida desesperada. Pero, sobre todo, la capitalización de una amenaza de suicidio: una píldora letal en el bolsillo de los abogados.

No es poco lo que hay detrás de este desplazamiento semántico. Entre los espías de la guerra fría y los ejecutivos empresariales no hay solamente una diferencia de grado. El espía es ya una imagen de otro mundo, de un pasado que nos parece irreal; de algún modo, el espía fue siempre una alegoría de la identidad en crisis, una especie de fantasma que sigue caminando entre los vivos, como David Locke en The Passenger. El ejecutivo, el yuppie, es en cambio la imagen por antonomasia del exceso vital, de la positividad, alguien que impone su presencia en la escena social como un “lobo” o un “tiburón”. La píldora letal es para uno un memorando existencial, para el otro una estrategia de supervivencia.

Me sigue resonando que el mundo financiero haya tomado la píldora letal como referencia: la imagen de la salida de emergencia se hizo más evidente que la del talismán en el bolsillo. Incluso el sacrificio puede ser domesticado como estrategia. Si alguna vez hubo una consciencia trágica en el ocultamiento de una píldora en el cuello de la camisa, quedó sepultado, al menos para mí, en la vulgar imagen de un chantaje corporativo.

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