Crear personajes; representar personas


Jesús Martín Barbero cuenta una historia que le sucedió al final de la década de 1970, en Cali: él y otros profesores universitarios fueron a una sala de cine popular para ver una película de Vicente Fernández, La ley del monte. Estuvieron burlándose de la película, como exigía su papel de intelectuales, hasta que los demás espectadores amenazaron con sacarlos de la sala. Martín Barbero estuvo desde entonces más atento al público que a la pantalla, y creyó entender, en lo que llamó un “escalofrío epistemológico”, una lección esencial sobre la representación: no se puede ver en el lugar de los demás.

Como soy profesor de estudios culturales, he tenido que lidiar una y otra vez con el espinoso problema de la representación. No hay mejor retrato de su complejidad que el texto casi ininteligible de Gayatri Spivak sobre el asunto, escrito en 1988, y que exige concentración, paciencia y algo de masoquismo. De manera elocuente, Spivak lo titula con una pregunta sin solución: ¿Puede hablar el subalterno? Decenas de versiones de esta pregunta han planeado como una sombra sobre las ciencias sociales de las últimas décadas.

En antropología se habló durante mucho tiempo de una “crisis de la representación”, a partir de un famoso texto de George Marcus y James Clifford publicado en 1986. Y la mayor parte del postestructuralismo giró en torno a estas preguntas, tensionando las nociones de identidad y alteridad hasta sus límites: ¿Realmente podemos comprender al Otro? Una duda epistemológica que tiene su contraparte ética: ¿Tenemos derecho a estudiar al Otro?

Por esos mismos años, y no por casualidad, Philip Roth publicó su novela La contravida (1986). Y es sobre esa novela, realmente, sobre lo que quisiera escribir. Porque últimamente tengo la impresión de que la literatura avanza en la indagación sobre la representación de maneras que las ciencias sociales no pueden intuir. Después de todo, uno de los problemas esenciales de la literatura es la creación de personajes; es decir, la creación del Otro.

La contravida vuelve sobre muchas de las reconocidas obsesiones de Roth: la disciplina, el deseo, la culpa, la conversión religiosa, la búsqueda desesperada del sentido. Pero añade un juego metaliterario: el escritor que narra la historia en la primera parte del libro se convierte en el personaje que es narrado en la segunda. Para complicar más las cosas, la historia que cuenta el escritor, Nathan, es la de su hermano, Henry. Pero en la segunda parte del libro es Henry quien asiste, como testigo, a la autopsia literaria de Nathan.

El retrato que Nathan ofrece de Henry en la primera parte es inclemente: “Henry no era lo suficientemente burdo como para inclinarse ante sus deseos ni lo suficientemente refinado como para superarlos”. Metido en problemas cada vez mayores, Henry se enfrenta a la impotencia sexual y a la muerte, huye de su familia y se radicaliza en el exilio del desierto. Y de pronto, en el punto más agudo de su crisis, el personaje decide darse la vuelta y encarar al autor. En medio de una discusión le reclama: “Esto no es un ejercicio mental sin conexión con la realidad ¡Esto no es escribir una novela!”.

Vale la pena reproducir este diálogo en extenso:

- ¿Existe la menor posibilidad de que tu marco de referencia se aparte un poco de esa mesa de cocina de Newark?

- Pero es que resulta que esa mesa de cocina es el origen de toda tu memoria judía, Henry, es el material utilizado para educarnos. Es papá, aunque esta vez sin las dudas, sin su oculta admiración por los goyim, sin su miedo a que le tomaran el pelo los goyim. Es papá, pero el papá soñado, el papá sobredimensionado, elevado a la enésima potencia. Lo mejor de todo es el permiso que te da Lippman para no ser tan agradable. Tiene que resultarte un alivio, después de todos estos años, esto de ser un buen hijo judío sin ser agradable, de ser un matón sin dejar de ser judío (...)

- Mira, Nathan, eres un hombre muy inteligente, muy sutil, pero tienes un defecto tremendo: para ti no hay más mundo que la psicología (...) Henry hace tal cosa para granjearse el cariño de papá y mamá, Henry hace tal otra para granjearse el cariño de Carol, o para fastidiar a Carol, o para fastidiar a mamá. Y así una y otra vez. Nunca entra en consideración Henry como entidad autónoma, siempre es Henry al borde de convertirse en cliché: mi hermano es un estereotipo. (...) Pero, desgraciadamente para ti, yo, como hombre, soy algo más que esas motivaciones mías, tan simplonas (...) Lo que yo hago no puedes justificarlo recurriendo a mis motivos, como yo tampoco puedo justificar lo que tú haces recurriendo a tus motivos. Más allá de todas tus profundidades, más allá del cerrojo freudiano que le pones a la vida de todas las personas, hay otro mundo, más amplio, un mundo de ideologías, de política, de historia; un mundo hecho de objetos más grandes que nuestra mesa de cocina.

Me asombra cómo la rebelión del personaje contra el autor incluye la tensión entre psicología y sociología, motivos y contextos. En la historia, Henry se ha cambiado el nombre a Hanoch, y Nathan concluye que Hanoch en un antiHenry, que vive una contravida. Y sin embargo es Nathan, como nos enteramos luego, quien ha estado convirtiendo en ficción su propia vida a través de la contravida de Henry. La ficción plantea un límite: ¿tiene derecho Nathan (o Roth) a inventarse a Henry? Y más en general, ¿tienen derecho los escritores a inventarse a sus personajes y manejarlos como marionetas?

Hay que dejar que la pregunta se instale y considerarla con calma, porque es muy fácil ironizar sobre ella. Recordemos el escalofrío epistemológico: los personajes son personas, representaciones, tanto como las personas somos, una y otra vez, personajes. Por supuesto, Roth, o Nathan, lo dice mucho mejor en La contravida: “La traidora imaginación es lo que hace a todo el mundo, todos somos invenciones recíprocas, todos somos imágenes evocadas por la magia de los demás. Todos somos autores recíprocos”.

Si la antropología se ha obsesionado por este tema es porque no termina de aceptar que la etnografía tiene siempre algo de ficción: tiene una perspectiva, edita la mirada, elige unas palabras. Pero también la ficción tiene siempre un trasunto de realidad. Y como no se trata de buscar ingenuamente la pureza, podríamos convenir en una necesidad en común: lo que debemos a los personajes, y a las personas, si escribimos o investigamos, es complejidad, contradicción, conflicto, una maraña de motivos y contextos. Lo que la representación no puede perdonar es el carácter plano, usado solo como una excusa para probar un punto.

Lo que debemos a los personajes, y a las personas, si escribimos o investigamos, es complejidad, contradicción, conflicto, una maraña de motivos y contextos. Lo que la representación no puede perdonar es el carácter plano, usado solo como una excusa para probar un punto.

Casi al final de La contravida, cuando ya todos sus personajes se han rebelado contra el autor y contra la novela, Nathan le escribe una carta a su reciente esposa María, quien también se va, y en un intento desesperado por convencerla de quedarse en el libro y en su vida le dice: “esta vida [de ficción] es lo más parecido a la vida que tú y yo podemos esperar que nos ocurra”.

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