Aprender a ganar

En esta imagen hay dos abrazos. El primero ocurrió en mayo de 1996, cuando Aída Avella, militante de la Unión Patriotica, sufrió un atentando que provocó su exilio del país; la abraza en solidaridad Iván Cepeda, cuyo padre, Manuel Cepeda, congresista del mismo partido, había sido asesinado dos años atrás. El segundo abrazo ocurrió ayer, 19 de junio de 2022, cuando Iván y Aída celebraban la elección presidencial de Gustavo Petro, quien allá por 1996 hacía parte del partido Alianza Democrática M-19, surgido de la desmovilización de la guerrilla homónima tras un proceso de paz.

Estas dos imágenes no están únicamente separadas por 26 años, sino también por incontables luchas, esperanzas y frustraciones.

En 1996 yo no podía votar aún. Había pasado mi infancia y adolescencia entre tragedias que no conocí ni entendí hasta después: tenía 7 años cuando mataron a Jaime Pardo Leal, y 9 años cuando mataron, en apenas meses, a Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo, todos ellos candidatos presidenciales. Y eso sin hablar del exterminio de la Unión Patriotica y otros movimientos democráticos de izquierda. La primera elección presidencial en la que voté fue la de 2002, cuando tenía 21 años. Voté por Lucho Garzón, un lider sindical que se presentaba por el Frente Social y Político (que poco después sería el Polo Democrático). Garzón obtuvo el 6% de los votos. Perdió, perdimos, estruendosamente. Desde entonces aprendí a perder.

O empezamos a aprender a perder, generacionalmente. Pero estábamos convencidos de la necesidad de una presidencia de izquierda en Colombia, y seguimos, tercos, asimilando y tratando de avanzar. Cuatro años después, en 2006, votamos por Carlos Gaviria, del Polo Democrático, y aún recuerdo con qué extraña alegría recibimos los resultados: perdimos, claro, el Uribato estaba en su auge; pero Gaviria alcanzó el 22% de los votos y eso nos pareció histórico, nos animó.

Y así seguimos, cada cuatro años: en 2010 fue Petro en primera vuelta (9%), y Mockus, que representaba el centro-izquierda sobreviviente, en segunda (27%). En 2014, Clara López en primera (15%), y en segunda, para defender el Acuerdo de Paz, Juan Manuel Santos: fue la única vez que ganamos. Una victoria agridulce, estratégica, de la que no me arrepiento. Pero apenas dos años después, en 2016, sufrimos la derrota más dolorosa: la del plebiscito por la paz, un hito generacional en la tradición de la frustración. Y en 2018 retomamos la vocación de perder, nuevamente con Petro, aunque fuimos ya más de ocho millones.

Claro, hemos ganado elecciones locales o parlamentarias, espacios políticos, pero la elección presidencial siempre estaba presente en el relato del destino manifiesto de la izquierda en Colombia: perder. Cada derrota electoral ha sido en mi experiencia una prueba emocional e intelectual: ¿había algo que no estábamos entendiendo? Las conversaciones con amigos repasaban los diagnósticos, las lecciones y las estrategias. Muchas veces me rendí al cinismo: no había caso con este país. Un ciclo de desilusión, desesperanza, y luego levantarse de nuevo, con la mezcla de vergüenza y orgullo del perdedor.

Creo que sabemos bien lo que significa perder, hemos perfeccionado el arte, refinado las formas de entenderlo; hemos creado un lenguaje propio: resistencia, movilización, oposición, resiliencia. Hemos creado un humor propio que nos ha servido de refugio. Y ahora, ayer, cuando finalmente ganamos, nos coge por sorpresa la intuición de que debíamos también aprender a ganar. ¿Qué procede? ¿Humillar puerilmente a quien nos humilló? ¿Tender la mano con una magnificencia hipócrita? Y hasta empezamos a buscar dificultades, a recordarnos que ganar la Presidencia no lo es todo, que incluso es lo de menos; casi que buscamos la comodidad de la derrota, como siempre, poniendo matices y condiciones a la victoria. No voy a negar que la derrota engaña con la tentación de la superioridad moral. No es fácil aprender a ganar.

¿Cómo han naturalizado su condición de ganadores quienes han estado siempre del otro lado de esta historia política? ¿Por qué no celebran, por ejemplo, como se celebró anoche en las calles la victoria de Petro? Seguramente menosprecien esas celebraciones, esa alegría, esa euforia de quienes al fin se ven del lado de los ganadores.

Imagino que ahora son mis familiares y conocidos uribistas, ex-uribistas, antipetristas, de derecha, o quienes creen hacer parte de un centro aséptico o un espacio apolítico indeterminado, quienes deben aprender a perder. Si me leen, les aseguro que hay lecciones valiosas en esta historia. Los 11 millones de votos de ayer no han aparecido de la noche a la mañana: vienen formándose por décadas de luchas y sacrificios, muchas personas han dado incluso su vida por esto. La izquierda ha aprendido mucho en este proceso: a escuchar a los movimientos sociales, por ejemplo, y Francia Márquez es la muestra más clara de la importancia de esta articulación. Pero ahí hay otro tema.

Tal vez, pienso ahora, si uno gana siempre, se olvida de lo que estaba en juego en primer lugar. Si el hábito de perder mantiene la guardia arriba, el de ganar da todo por hecho. A quienes quieran aprender a perder, les sugiero que consideren con paciencia y seriedad qué es lo que defienden, más allá de coyunturas electorales. Y les sugiero, sobre todo, que no menosprecien la alegría popular; el sentido de estas transformaciones reside precisamente ahí.

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