El miedo a las hijas


Leía en estos días un cuento de Alice Munro llamado Silencio; hace parte de la colección Escapada, publicada originalmente en 2004. En este cuento hay un personaje conocido en el universo narrativo de Munro, Juliet, que ahora tiene una hija de unos veinte años: Penélope (nada menos; ya el nombre sugiere para dónde vamos). Penélope ha decidido hacer una especie de retiro espiritual y, tras meses sin verla, Juliet decide visitarla en el lugar del retiro, en el campo. Allí se encuentra con una rigurosa líder espiritual que simplemente le informa, de manera cortés y despiadada, que Penélope necesita más espacio personal, aislamiento, y que en definitiva no puede verla o saber dónde está. La mujer no desaprovecha la oportunidad para reprender a Juliet por no haber ofrecido a Penélope una educación religiosa. Pasan meses y Juliet apenas recibe unas postales sin mensajes, casi como pruebas de supervivencia. Luego pasan años. Por supuesto no voy a arruinar la historia ni pretendo resumirla aquí.

Lo que me asombró en esta historia, que causa un auténtico terror, es que me parecía haberla leído ya de otro modo, con otros personajes. Estaba pensando en dos novelas protagonizadas también por hijas que deciden emprender sus propias búsquedas espirituales o políticas, vitales y radicales, instalando en sus padres (y en los lectores) ese mismo miedo inexplicable que provoca Silencio.

Al menos, esa es una manera de ver estas novelas: Pastoral americana (1997), de Philip Roth, y Pureza (2015), de Jonathan Franzen. De modo que, en menos de dos décadas, dos grandes autores y una gran autora, estadounidenses ellos y canadiense ella, se preocuparon en sus obras por un tema muy similar. ¿Acaso identificaban -como hace la literatura verdaderamente buena- una preocupación esencial de estas generaciones, un miedo confuso, una obsesión informe que va tomando forma precisamente gracias a estas historias?

Los elementos en común en las tres historias son notables: la hija joven de una familia convencional de clases medias entra en la adultez en medio de dudas y convicciones; ni ella, ni su familia, ni el lector saben bien en dónde empiezan las dudas y terminan las convicciones. Pero son caracteres fuertes, espíritus libres. Y radicales. En la novela de Roth, Merry, hija única de Seymour Levov, exitoso empresario, y Dawn Dwyer, ex reina de belleza, va transitando sin redención del budismo al ascetismo y del activismo al terrorismo, marcando para siempre la vida de sus padres. En la novela de Franzen, Purity, hija única de Penélope (otra vez el nombre) Tyler, y quien desconoce a su padre, emprende una búsqueda que la lleva hasta un improbable grupo secreto de conspiradores llamado Proyecto Amanecer. En el cuento de Munro, que sigue una estructura narrativa basada en el viaje mítico de la tradición griega, Penélope, hija única de Janet, se embarca en una desconcertante exploración espiritual que la aleja de todo lo que su madre había previsto.

En los tres casos son hijas, no hijos, hijas únicas, además; frágiles en teoría, pero temerarias y de alguna manera impredecibles. ¿Es una simple casualidad que el miedo a perder el control de una hija atraviese estos tres libros? Después de todo, son las décadas de transición entre la segunda y la tercera ola del feminismo. Son décadas en que muchas mujeres jóvenes han ganado autonomía y protagonismo. Y generaciones, también, de padres y madres que se debaten entre la comodidad relativa de una crianza tradicional y nuevas posibilidades apenas sugeridas, utópicas incluso. Juliet, en el cuento de Munro, se pregunta con culpa si su renuencia a hablar con Penélope sobre religión, su confianza en que aquel descreimiento se instalaría silenciosamente en su hija, habría sido la semilla de un secreto rencor que fue alejando a Penélope hasta hacerla inaccesible. Seymour Levov se negó siempre, hasta que fue imposible evitarlo, a tratar a su hija como a una adulta; más que una niña, era una muñeca, una piedra preciosa. Y Penélope Tyler, en la novela de Franzen, quiere obligar a Purity a aceptar el aislamiento que ella eligió para sí misma: dos mujeres que se encierran para cuidarse del mundo.

He estado pensando en aquello que hace verdaderamente trascendente a una obra literaria. Parte de la respuesta que he perfilado tiene que ver con esta capacidad de interpretar las preocupaciones colectivas que una sociedad siente sin entenderlas del todo. Articular esos sentimientos confusos de rabia o de miedo y encontrar imágenes que sirvan como alegorías: la mujer adúltera de la novela realista decimonónica, o el burócrata alienado de la novela de vanguardia modernista. Tal vez estas hijas inescrutables que Munro, Franzen y Roth han creado sean el signo de una ansiedad que no sabemos nombrar.

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