Richard Yates sale de la escena



Un día de invierno en 1986 se sentaron juntos a la mesa, en el Hotel Algonquin de New York, el escritor Richard Yates y el humorista Larry David. Monica Yates, la hija de Richard, llegaba retrasada y los acompañó más tarde. Larry, de 39 años, salía entonces con Monica. Richard Yates tenía 60 años, pero parecía mucho más viejo: tosía de un modo estrepitoso y su semblante revelaba un persistente alcoholismo, sin hablar de las constantes entradas y salidas de hospitales psiquiátricos.

La decadencia de Yates no era sólo física: su obra, reconocida y elogiada décadas atrás, estaba ahora olvidada y el escritor sobrevivía con el apoyo de su hija y algunos buenos amigos. Aún daba algunos talleres de escritura en la Universidad de Alabama, pero sus estudiantes se quejaban de sus gustos anacrónicos y de la incorrección política de su canon literario, una galería de hombres blancos muertos: Flaubert, Conrad, Fitzgerald...

David, por su parte, estaba alcanzando la cima de su carrera como humorista. Escribía una serie de televisión para la NBC: Seinfeld. Irónico, descreído e inteligente, David medía a Yates con la mirada, decidiéndose entre el respeto y la conmiseración. Un choque entre generaciones que se repite sin cesar. La vieja literatura representada por Yates debía abrir paso a una nueva producción cultural, representada por David.

Cinco años después de este encuentro, en febrero de 1991, salió al aire un capítulo de Seinfeld llamado The Jacket (S2 E3), que gira en torno a la incómoda cena de Jerry y George con el padre de Elaine. Sí: el padre de Elaine Benes está basado en nadie menos que Richard Yates. Elaine misma estaría basada en Monica Yates. Dos mundos, dos generaciones que se tocan por un momento quedan condensadas en 22 minutos de una serie “sobre nada”.

La escena de este encuentro, que se ha quedado dándome vueltas, se cuenta en la extensa biografía de Richard Yates que hace Blake Bailey: A tragic honesty. Tras muchos meses de olvidar y retomar el libro, a veces desalentado por la pesada atmósfera de la propia vida de Yates, otras por la monotonía del estilo de Bailey, logré terminarlo en estos días y me ha dado mucho qué pensar. La cena con Larry David, que puede parecer anecdótica, es solo un modo de introducir un asunto de fondo: ¿en qué momento notamos que el mundo que reconocemos ya no es el mismo y debemos hacernos a un lado con discreción? El miedo al anacronismo atraviesa la vida de todos, pero un artista la experimenta por partida doble: teme su decadencia, pero también la de su obra.

Esto es en parte lo que significa decidirse a crear y a identificarse seriamente como un creador. Leer la biografía de Yates ha sido para mí una dura lección sobre el sacrificio. Un escritor como él, comprometido con su obra, genial, atormentado, inconstante, neurótico, debió sacrificar en la hoguera de la escritura muchas más cosas de las que uno estaría dispuesto siquiera a imaginar. Su determinación de ficcionar la propia vida, con una agudeza y una sinceridad insoportables para los demás, lo arruinó a él y le hizo daño a quienes lo quisieron. ¿Valió la pena? Seguramente la sensibilidad contemporánea del cuidado de sí mismo se apresuraría a contestar que no. La historia de la literatura, sin embargo…

Yates decidió ser un escritor contra toda probabilidad. Hijo de una familia que se debatía en los límites de una pobreza honorable, su padre murió pronto y su madre se alcoholizó; su educación fue irregular y de ninguna manera privilegiada; combatió en la Segunda Guerra y, tras reunir algún dinero entre varios trabajos menores (vendedor de aparatos electrónicos, como el Frank Wheeler de Revolutionary Road), decidió marcharse a Europa para aislarse y escribir hasta lograr ser publicado: pasaron años y decenas de intentos infructuosos, envíos a todas las revistas literarias, hasta que Atlantic aceptó publicar, en 1952, un cuento suyo entre más de veinte que había enviado juiciosamente, aprovechando los comentarios de los editores para ir perfeccionando su técnica. Tenía entonces 26 años.

Casi diez años después, tras abrirse paso lentamente y con disciplina en el mundo editorial, Yates publicó su primera novela, Revolutionary Road, y fue un éxito de crítica inmediato: quedó finalista en el National Book Award y fue elogiada por el establecimiento literario en pleno; Tennessee Williams (nadie menos) la llamó sin dudar “obra maestra”. Comenzaba para Yates el largo y penoso camino de superarse a sí mismo. Tras publicar una colección de sus primeros cuentos, tardó ocho años más en publicar, a regañadientes, una novela que nunca le gustó del todo. Un perfeccionismo aplastante se había instalado definitivamente en su interior, y no se limitaba a lo formal: Yates buscaba algo más, la expresión más directa posible de aquello que los demás no nos atrevemos a decir, a veces ni siquiera a pensar, pero sentimos. Como lector, he sentido esa identificación profunda con la exploración de Yates en lo más oscuro de la experiencia humana.

A Yates le había tomado casi quince años escribir sus dos primeras novelas y se encontró de pronto, ya en la mediana edad, cansado y escéptico sobre un proyecto literario que lo definía. A partir de entonces publicaría cinco novelas y una colección de cuentos más. Su cuarta novela, The Easter Parade, es para mí incluso superior a Revolutionary Road. Ahora entiendo, además, que esta novela sigue el modelo de Madame Bovary con una devoción por la obra de Flaubert que no habría imaginado antes. Cuando publicó su último libro, Cold Spring Harbor, en el mismo año de la famosa cena con Larry David, Kurt Vonnegut escribió lo siguiente: “Yates es el mejor cronista que conozco de grandes mensajes en pequeños gestos y eventos. Su aporte más importante a la literatura estadounidense es su inventario, desgarradoramente honesto, de los escasos recursos disponibles por la mediocridad de las clases medias”.

Entre tanto, Yates se casó y se separó dos veces; tuvo tres hijas. Con cuatro de estas mujeres (con la única excepción de su hija menor, Gina) tuvo relaciones desapacibles, marcadas por la inseguridad y el egoísmo. Cuando se separó de Martha, su segunda esposa, ella tuvo que aceptar que lo que la había mantenido unida a él era principalmente una especie de lástima. Yates se aseguró de hacer infranqueable su soledad.

No sé si la de Yates sea una vida modelo en algún sentido, una vida sacrificada a una obra; pero no puedo dejar de preguntarme en qué momento se hicieron anacrónicos sus esfuerzos, y cuándo lo harán los míos. Decidí leer esta biografía porque pensé que podía vislumbrar alguna pista sobre la genialidad creadora de una obra que admiro, deconstruirla, acercarme a su origen. Nada de eso sucedió del todo. En su lugar, me encontré con un hombre corriente al que tal vez no quisiera conocer, por momentos insoportable y decepcionante. Ese es el peligro y la virtud oculta de las biografías. Vonnegut dijo también sobre Yates, quien fue su gran amigo, que era un hombre de grandes sueños, pero de expectativas modestas.
 


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