Apocalipsis y crédito


Leí un tuit de @mariaatp7 que advierte que “está difícil no sobreactuarse en estos (últimos) tiempos”. Es verdad. Todos los días asistimos a una ruleta emocional propia y ajena. Ironía, humor negro, desesperanza, solemnidad, perplejidad. En apenas horas pasamos de un estado a otro. A muchos las mañanas nos avivan el optimismo y las noches nos acechan con dudas. Parece, en todo caso, que hay un cierto consenso sobre la idea de estar experimentando un final, el del mundo o el de una era. Un pasado que no volverá; pero ¿alguna vez ha vuelto? 

Y claro, con la sensibilidad a flor de piel, nos sobreactuamos. Es lo propio de los finales. Y ha sido también el sello de tantos apocalipsis, plenos de mística, llanto, histrionismo y, cómo no, de revelaciones. La etimología es clara: el griego apokálypsis significa revelación. El libro de la Revelación del apóstol Juan, escrito en el Siglo I de la era cristiana, terminó por nombrar nuestro miedo más recurrente. La RAE define “apocalipsis” escuetamente, en su primera acepción, como “fin del mundo”. Y estamos imaginando el fin del mundo todavía desde mucho antes. Ya en el poema de Gilgamesh, escrito hace nada menos que 45 siglos, aparecían alusiones a un diluvio universal que arrasaría con la tierra, una historia replicada después en el Antiguo Testamento de los hebreos. No hemos dejado nunca de proyectar esos “últimos días”, pero en medio de esta pandemia recuperamos esta vocación. 

La imagen que acompaña esta entrada es de una de las monedas más antiguas conservadas en el Museo Británico. Fue acuñada en Lidia (hoy Turquía), se estima que en el año 560 A.C. Está hecha con una aleación llamada electro que, por supuesto, no tiene ningún valor por sí misma; al menos no un valor de uso. Es lo que pasa con casi todas las monedas y las formas del dinero desde entonces. Son objetos que simplemente materializan un acuerdo simbólico, su intercambio es posible gracias al consenso entre las partes sobre la legitimidad de una autoridad política que, en el caso de esta moneda, es el Rey Creso, cuyo sello estampa la aleación. 

La antropología económica nos ha enseñado, y David Graeber lo ha subrayado bastante, que todo el dinero es fundamentalmente producto del crédito. Emitir dinero es hacer una promesa. Recibir dinero es confiar en esa promesa. Y las promesas funcionan únicamente si creemos en el futuro. Eso es lo que significa “dar crédito”, creer, confiar. 

Por estos días ha saltado a los titulares económicos el tremendo descenso de los créditos bancarios. Los bancos no los están autorizando porque no confían en el futuro pago de los deudores. Es una preocupación del FMI, del Banco Mundial. En Colombia, la Superintendencia Financiera exige tímidamente a los bancos que otorguen más créditos y en mejores condiciones. Es algo en lo que he estado pensando mucho. La crisis generalizada de confianza en el futuro es algo sobre lo que vale la pena reflexionar. 

De algún modo, la Modernidad hizo posible la multiplicación inédita del crecimiento económico (tras decenas de siglos de una economía de subsistencia) por una razón: la noción de progreso. La idea del progreso hizo que la gente confiara más en el futuro y esta confianza aumentó el crédito, el crédito impulsó el crecimiento económico y ese crecimiento, a su vez, reforzó la confianza en el futuro. Por eso suele creerse que el crédito es un invento moderno, pero simplemente se multiplicó y se hizo más complejo. Hace décadas que se anuncia la crisis de la idea de progreso (otro alfil caído de la Modernidad), pero la verdad es que sólo ahora me parece evidente, ante la retórica apocalíptica de los “últimos días”. Por supuesto, no me alegra. 

Y no estoy pensando en el dinero, sólo he querido usarlo como ejemplo o como metáfora. Estoy pensando en la confianza. En el crédito, en su sentido más amplio. Creo que tenemos el reto, la responsabilidad de imaginar el futuro de manera que sea posible creer, proyectar, invertir (tiempo, esfuerzo, creatividad) y, sobre todo, dar sentido. La posibilidad del sentido descansa en esa capacidad de imaginar el futuro. Tal vez hay que imaginar los finales con más tranquilidad, más prosaicos y menos histriónicos. 

A propósito de eso, he visto que muchos están citando los famosos (últimos) versos de The hollow men, el poema de Eliot: “This is the way the world ends / not with a bang, but a whimper”.

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