Los días que hemos visto


1.

Entre 1939 y 1941, apenas un año antes de suicidarse, Stefan Zweig escribió su autobiografía. La llamó El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Zweig supo ver con aplomo y lucidez un hecho inapelable: el mundo en el que vivimos desaparece con nosotros; todo lo que vimos, oímos y creímos se esfuma, con la discutible excepción de lo poco que hayamos escrito, contado, grabado. Nuestro mundo personal desaparece y apenas es, para quienes nos sucedan, un borroso “mundo de ayer” sin mucho interés.


2.

Toda historia tiene, al menos, dos versiones (o puede ser contada desde dos o más perspectivas). Hace poco escribí en este mismo blog sobre los últimos años de Orson Welles, presentándolo como un “rey destronado” que, sin embargo, vivía dichoso lejos de Hollywood. Hay razones para imaginárselo así: a sus 60 años (y hasta su muerte) tenía una novia 30 años menor, hermosa e inteligente, Oja Kodar; pasaba los veranos en España, en donde daba enormes festines en los que comía y bebía con sus mejores amigos; daba entrevistas, y era testigo del ascenso tardío de Citizen Kane en las listas de las mejores películas (todavía hoy es la número uno). 

Pero también hay razones para imaginarse las cosas de un modo muy diferente. En la biografía suya que escribió David Thomson, Welles aparece en sus últimos años como un hombre solitario, apartado de sus tres exesposas y sus tres hijas, que sufre de obesidad mórbida, almuerza siempre en el mismo lugar, en un suburbio de Los Ángeles, y pasa el tiempo paseando a su perrito, Kiki. Y sobre todo aparece como un cineasta desesperado por mantenerse vigente en un medio que lo ha olvidado, o lo rechaza abiertamente: hay una nueva ola de jóvenes directores que lo reconoce, pero lo considera ya un dato histórico, parte del mundo del ayer. 

En su último intento por producir y dirigir una película (The big brass ring), le ofreció el papel protagónico a Jack Nicholson, a Robert Redford, a Clint Eastwood, a Burt Reynolds. Todos lo rechazaron: lo consideraban un director problemático y pasado de moda. Como actor, le pidió a Francis Ford Coppola que le permitiera encarnar a Vito Corleone en la primera entrega de The godfather; Coppola lo rechazó sin concesiones: lo veía como un actor acartonado y grandilocuente. Apenas aparece ya como invitado exótico en los talkshows de la noche, y hasta en el show de los Muppets. Al final incluso hace comerciales de whisky para la televisión japonesa, ofreciendo una patética versión de la estrella en decadencia que algunas décadas más tarde recreó Bill Murray en Lost in translation.


3. 

Tuve un jefe al que aprecié mucho (y al que debo mucho) que trabajó por cuatro décadas en la universidad. Era un hombre jovial, expansivo, confiado, que proyectaba autoridad e intentaba mantener, con las mujeres, el aire seductor de sus años mozos. Hace pocos años se cumplió su tiempo de retiro y luchó como pudo para mantenerse vigente, para lograr un nuevo cargo, algún aplazamiento, en vano. Lo he visto un par de veces tras su retiro y ha sido duro encontrarlo menoscabado, huidizo, triste. Recuerdo haberlo oído muchas veces, en sus últimos años en la universidad, quejándose agriamente de las nuevas formas institucionales, de las nuevas teorías pedagógicas, y evocando con nostalgia un mundo (el suyo) en el que todo funcionaba mejor, en el que había abundancia y alegría; el mundo del ayer. 

También recuerdo a un profesor, uno de los que más he admirado como intelectual, del que recibí clases cuando ya estaba cerca su retiro. Había sido un antropólogo muy reconocido y de una personalidad arrolladora, vanidoso, presumido incluso. Cuando lo conocí, sin embargo, ya era más un personaje del pasado, que otros usaban como ejemplo de una academia anacrónica. Curiosamente siempre me recordó, precisamente, a Orson Welles en sus últimos años; todavía creo que tenían un parecido físico asombroso, incluso en su retórica y su vozarrón afectado. A él debo lo poco que sé de algunos clásicos imprescindibles (y de los que sin embargo se prescinde sin problemas hoy por hoy), pero la mayoría de profesores y estudiantes le criticaban precisamente su apego a los clásicos. No sé qué sea hoy de él. 

Hoy yo mismo soy profesor, y aunque aún soy joven, no lo soy tanto como mis estudiantes. Para mí cada vez es más claro que el siglo XX es (y será) mi siglo. El siglo de mis estudiantes es ya el siglo XXI. Todos mis referentes culturales, intelectuales, políticos, vienen del siglo XX, y cada vez están más lejos de los referentes que reconocen (y reclaman) mis estudiantes. Mi mundo empieza a desaparecer, así de rápido, y aunque lo intento me cuesta mucho comprender algunos consensos del siglo XXI (el llamado “animalismo”, por ejemplo, pero ese es otro tema).


4. 

La última película que alcanzó a terminar Orson Welles (descontando F for fake, que es más bien un documental o un ensayo audiovisual) fue Chimes at midnight, en 1965; es decir, apenas a sus 50 años, y todavía 20 años antes de morir. Varias veces afirmó que había sido su mejor película, mejor que Kane; y yo estoy de acuerdo. Welles dedicó la mayor parte de su trabajo, en cine y en teatro, a estudiar y representar a Shakespeare. Chimes at midnight es un guion de Welles a partir de varias obras, especialmente Enrique IV y Enrique V. Lo particular es que la película no concentra su atención en el rey Enrique o en el príncipe Hal, sino en Sir. John Falstaff, un caballero de la corte más bien marginal, decadente y bufonesco.

No voy a intentar resumir la película. Lo que quiero subrayar es que Falstaff pasa de ser amigo y consejero del joven príncipe Hal, a ser rechazado y exiliado por el mismo Hal cuando se convierte en rey. En el fondo, es la historia de la inevitable crueldad de las nuevas generaciones en el relevo del poder, mientras el mundo de ayer va desapareciendo. Y no es muy distinta de otras historias contadas por el propio Welles, incluyendo Citizen Kane (Leland es primero el pupilo y mejor amigo de Kane y al final se distancian y traicionan). 

De hecho, el propio Welles en sus últimos años se vio rodeado de varios directores jóvenes, admiradores suyos, como Henry Jaglom o Peter Bogdanovich, que aunque ganaron reconocimiento gracias a su relación con él, fueron tomando distancia mientras ellos mismos ascendían en Hollywood. Ese fue el caso de Bogdanovich, que al iniciar la década de 1970 tuvo al menos dos grandes éxitos de crítica y de público (The last picture show en 1971 y Paper moon en 1973) mientras la carrera de Welles se hundía ya sin remedio. Incluso Welles pidió dirigir una película, Nickelodeon, en 1978, pero los productores decidieron darle al trabajo a nadie menos que a Bogdanovich.

En una de las escenas finales de Chimes at midnight, Sir John Falstaff y su viejo amigo Robert Shallow, ancianos y cansados, caminan en una noche de invierno mientras recuerdan con melancolía sus días de gloria. "Oh, Jesús, los días que hemos visto. ¡Eh, Sir, John! ¿Digo bien?", dice Shallow, y Falstaff responde: "Hemos oído las campanadas a medianoche, maese Robert Shallow".


5.

Últimamente me he aficionado a la lectura de biografías; me parece que hay algo que pueden expresar mejor que la historia académica, o los relatos históricos que ofrecen un panorama amplio de sucesos. Los detalles de la vida de una persona a veces parecen retratar una época con más contundencia o mayor verosimilitud. Precisamente la autobiografía de Zweig que cité al inicio de esta entrada es una muestra excelente: el proyecto humanista de la modernidad europea queda allí mejor retratado que en cualquier otro intento que yo conozca. Se me ocurre que esto tiene que ver con aquello que las biografías tienen de literatura: la búsqueda del carácter de un personaje. Una descripción precisa y arriesgada de ese carácter expresa también el espíritu de toda una época. 

Por eso creo que es tan acertado David Thomson, el biógrafo de Welles, cuando decide compararlo con John F. Kennedy, sobre todo porque JFK encarna una década, la de 1960, en que ya no parece haber cabida para un personaje como Orson Welles. Quiero terminar esta entrada citando este pasaje de Thomson, porque creo que dice más (y lo dice mejor) de lo que yo pueda hacerlo:
There had been a time when Welles had seemed uncommonly a man of the moment. One of the ways he stung and intimidated Hollywood was in that attitude that told them, for God’s sake, remember there’s a world beyond Los Angeles, consider these times! Welles could make powerful men feel provincial and stupid […] And there had been the Welles who chatted with Roosevelt, as an equal […] He read the papers; he sometimes wrote the papers; he had talked with the responsible leaders of the great powers […] and done that dainty money-raising con with Churchill –the discreet salutation of big gun cigars. 
And yet, he was rootless, homeless and forever out of his time. This began to be inescapable in the sixties. He was not fifty yet. He was only two years older than John F. Kennedy, but here was a president whose youthful rhythms, and that odd aura of being Cary Grant, left Welles seeming large, slow and ancient. JFK was hip, cool and never hammy; in contrast, Welles suddenly began to seem archaic, florid and rhetorical. And in the sixties America made reckless, savage excursions in ideology and lifestyle that were beyond the curiously chaste, conservative Welles. He had been thought red once, but now he turned a watery pink, the fate of color movies that fade. He was not drawn to drugs; he was upstaged in world when men tried looking like women; and he had no sympathy for any kind of anarchy […] Did he ever go on marches now? Did he ever utter significant opinions about Vietnam? Or did he just observe a Nixon with that bereft sense of his own surpassed age and history, just as Falstaff beholds King Hal and sees a future so bleak and pragmatic there is no talking to it?

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