El despertar de la conciencia de clase

[Este es un comentario sobre Gente de bien, de Franco Lolli. La verdad es que no tiene mucho sentido leerlo si uno no ha visto la película. Siento no haber podido hacerlo de otro modo.]

Conciencia de clase es uno de tantos términos que debemos al marxismo y que ha sido usado con tantas acepciones y para intereses tan diversos que a veces resulta confuso. Una de sus acepciones más claras, sin embargo, define a la conciencia de clase simplemente como el reconocimiento que el sujeto hace de sus condiciones objetivas: qué tan pobre o rico es y cuáles son sus alternativas de movilidad social. Dicho así parece algo muy simple; pero suele tratarse de un proceso complejo y muchas veces tortuoso. Tan es así, que muchas personas no llegan a adquirir conciencia de clase (porque se resisten o son incapaces de hacerlo) hasta bien entradas en su edad productiva. Lo más común, en todo caso, es que el despertar de la conciencia de clase ocurra en la adolescencia, junto con tantas otras epifanías: la educación sentimental, las afinidades electivas, el deseo sexual.

Eric Santamaría, el protagonista de Gente de bien, tiene tan sólo diez años, pero las circunstancias lo obligan a crecer en sólo un par de semanas. Casi puede decirse que vemos pasar su adolescencia frente a nuestros ojos: al iniciar la película es un niño que juega cuca-patada en el barrio; al finalizar es casi un adulto, capaz de comprender y sobrellevar la muerte de su perra. Pero, sobre todo, al final de la película Eric es un sujeto con conciencia de clase. Gente de bien es, a mi parecer, la historia (maravillosa y sutilmente narrada) del doloroso despertar de la conciencia de clase en Eric.


Que yo recuerde, sólo El ladrón de bicicletas (1948) hace un retrato similar del despertar de la conciencia de clase en un niño, en ese caso también acompañado por su padre y en el límite de la supervivencia. Como señala Manuel Kalmanovitz, es muy extraño que el cine colombiano no haya examinado más (y mejor) los conflictos de clase. Que los ha caricaturizado, claro; pero que los haya pensado en serio es otra cosa. De hecho, Gente de bien no se concentra en los conflictos de clase, tanto como en la experiencia misma de la clase social, en su incorporación, en su silenciosa transformación en hábitos. 

En la revista Arcadia, Juan David Correa afirma misteriosamente que la película es “un ensayo sobre la fragilidad de las clases sociales en Colombia”. No sé bien qué tenía en mente Correa al usar el término “fragilidad”, pero me parece a mí que si algo logra expresar esta película con contundencia es la tenacidad de una estructura de clases tan arraigada que está incluso más allá de la voluntad individual de las élites: la buena fe de María Isabel es inútil, y llega a parecernos ingenua y hasta perversa. También la buena fe, y hasta el sincero compañerismo que por momentos demuestran con Eric los niños de la familia de María Isabel, se va desdibujando inevitablemente junto con la ilusión de la movilidad social.

La incomodidad de Gabriel en la finca de María Isabel se explica por su profunda interiorización de la conciencia de clase; Eric, por su parte, vive una ilusión de ascenso social que le impide comprender a Gabriel. Es asombrosa, por ejemplo, la manera en que Eric ajusta ingeniosamente su lenguaje, su forma de comportarse, a la que considera su nueva situación social: rápidamente aprende a presentar a La Candelaria como un lugar “interesante”, o a fingir desinterés ante una chaqueta que realmente quiere (“no importa, igual me veo gordo”).

Lo que hace de Gente de bien una obra maestra (y he reflexionado mucho sobre el calificativo) es la sutileza de la transformación de Eric, señalada apenas por gestos mínimos, por pequeños detalles, sin aspavientos dramáticos. En la primera mitad de la película, Eric va cultivando un desprecio culpable por su padre: lo considera un perdedor, cree que no hace lo suficiente para elevar su nivel de vida; luego, poco a poco, comprende que Gabriel está limitado por sus circunstancias, que no ha elegido su situación. La hermosa e impactante escena final devela este cambio de perspectiva: ante la muerte inminente de Lupe, Gabriel le explica a Eric que no hay nada que pueda hacerse, pero al tiempo le pide perdón, inexplicablemente y con una profunda pena. Sabemos que este ruego va mucho más allá de la muerte de la perra; Gabriel pide perdón por ser quien es y estar en la situación en que está, pide perdón por la reproducción de su posición de clase en el propio Eric. Y Eric lo comprende, y lo perdona, sutilmente, con una mirada que revela que justo en ese momento ha dejado de despreciarlo. 

Lupe es central en la película porque representa el principal compromiso de Eric, su lazo con el mundo de responsabilidades de los adultos. La muerte de Lupe (y, antes, su virtual abandono en manos de Gabriel) es una derrota fundamental para Eric, tanto como la situación precaria de ambos es una derrota para el padre. Sólo esta transferencia de la culpa hace posible que Eric comprenda cabalmente lo que Gabriel puede sentir. La red de relaciones, atracciones y tensiones entre los pocos personajes de la historia está tan finamente tejida que me parece que no sobra ni una palabra, ni un gesto entre ellos. 

Quedan planteadas, por supuesto, muchas más cuestiones. Una de ellas tiene que ver con otra acepción de la conciencia de clase: el supuesto de la solidaridad con la propia clase social. “Gente de bien” es una expresión confusa y pretenciosa que se usa muchas veces en Colombia como un eufemismo de la clase media, la indefinible clase media, el espacio por excelencia de la movilidad social, y el público más probable de esta película. Lo que cabe preguntarse es con quién, y cómo, se solidariza en esta historia la clase media. Es decir, cuál es su conciencia de clase.

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