Un rey destronado que ríe a carcajadas


Hace un par de días (el 6 de mayo) se cumplieron 100 años del nacimiento de Orson Welles. Como es natural, abundaron en todos los medios reseñas de su vida y obra. Algunos medios especializados fueron más allá de los lugares comunes sobre la emisión radiofónica de War of the Worlds (1938) o sobre la posición de Citizen Kane (1941) en los rankings cinematográficos. Pero las opiniones más difundidas, por supuesto, están de algún modo exigidas a simplificar al personaje, a limitar sus 70 años de vida y su enorme producción artística (en teatro, radio, cine y literatura) a un par de generalizaciones. Y una de esas generalizaciones me ha llamado mucho la atención: la presentación de Welles como un genio precoz cuya carrera “fracasó” antes de los 30 años. 

En esta forma común de presentar a Welles el énfasis se hace, cómo no, en su espectacular ascenso en el mundo del teatro y la radio hasta alcanzar, apenas a los 26 años, la cima del éxito con Citizen Kane. A partir de entonces, según este modelo biográfico, Welles se va desdibujando y se retira lentamente hacía el exilio europeo y la producción de obras menores que nadie recuerda. Esta idea es reproducida en medios de gran circulación, como en esta nota en la que se afirma que Citizen Kane “paradójicamente destruyó” la “prometedora carrera” de Welles, o que a sus 30 años “muchos opinaban que sus mejores días habían quedado atrás”. 

Creo que se trata de una forma torpe e injusta de recordar a Welles. No sólo porque después de Citizen Kane siguió produciendo obras maestras del cine, como The Lady from Shanghai (1947), Touch of Evil (1958) o Chimes at Midnight (1965), para nombrar sólo tres, sino especialmente porque castiga su decisión de alejarse de Hollywood y de la fama que ya entonces lo agobiaba. En F for Fake (1973), la última película que terminó y que constituye de muchas maneras su testamento artístico, es evidente su conflicto con la fama y el reconocimiento, y su deseo sincero de creer en la obra de arte más allá de estos artificios. 

Pero tal vez lo que más me llama la atención sobre esta manera de presentar a Welles es el tono de reproche, esa especie de recriminación por no seguir siendo “tan genial” como cuando grabó Citizen Kane. Es como si los comentaristas se sintieran engañados personalmente por Welles, como si se hubiera vulnerado su supuesto derecho a disponer de Welles por más tiempo. Parece que se quejaran: “cómo se atrevió a dejar de hacer grandes obras (para nosotros) siendo aún tan joven”, “nos quedó debiendo cosas mejores”. 

Entre este tipo de notas está el obituario que Stanley Kauffmann escribió a propósito de la muerte de Welles, en 1985, y que la revista New Republic decidió re-publicar la semana pasada. Allí, Kauffmann elogia Citizen Kane y los primeros trabajos teatrales de Welles, para luego llamarlo “caprichoso, terco y pedante”, y agregar: “he was in a lot of trashy films, and in them as well as in better ones, he seemed invisibly to be sticking his tongue out at the world, telling it that he was going to do just as he liked”.

Ante esto uno no puede sino preguntarse, ¿y por qué no?, ¿por qué no tendría Welles todo el derecho a hacer lo que le viniera en gana?, ¿acaso su éxito lo condenaba a seguir siendo exitoso, simplemente para el solaz de sus seguidores? Pues eso es realmente lo que me intriga, y lo que me ha impulsado a escribir esta entrada. Creo que hay en los públicos siempre una irresistible proyección de su propia banalidad en la carrera de los artistas o los personajes que siguen; por eso les exigen siempre que se sobrepasen a sí mismos y entienden cualquier otra opción como un fracaso, como una derrota, y no como una opción personal y soberana, como el reclamo del simple derecho a estar tranquilos.

David Thomson, en su monumental biografía de Welles, “Rosebud”, escribió refiriéndose al ocaso de Kane, a su muerte solitaria tras dominar un imperio: “In so many ways, Citizen Kane loomed over Orson Welles as he grew older, not just as an achievement beyond equal but as an underground presaging of his own destiny”. Yo creo que con un poco más de empatía por Welles las cosas pueden entenderse de otra manera: su progresivo alejamiento del imperio que él mismo construyó fue quizá su mayor logro, el oficio de una felicidad personal, íntima, sin la presión de un reconocimiento constante, sin tener que probarle ya nada a nadie, sin ser más rehén de su propio genio.

Por eso me gusta cómo lo definió maravillosamente Jeanne Moreau, quien fuera una gran amiga suya en el exilio europeo: “Orson Welles es como un rey destronado”. Pero un rey destronado que lejos de tener nostalgia del poder se ríe a carcajadas, como el mismísimo Falstaff que representa con tanta energía y auténtica emoción en Chimes at Midnight.

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