“Tanta energía para la destrucción, y tanta apatía cuando algo tiene que ser reparado”

A sus 43 años, y siendo ya un escritor consumado, el inglés Christopher Isherwood hizo un viaje de seis meses por Suramérica. Para entonces, Isherwood había vivido por temporadas en Alemania, Dinamarca, Portugal, China, Indonesia y Estados Unidos; no era precisamente un viajero fácilmente impresionable. La travesía suramericana inició en La Guaira, Venezuela, en septiembre de 1947, y finalizó en Buenos Aires en marzo de 1948. Isherwood estuvo acompañado por su pareja de entonces, el fotógrafo William Caskey (entre paréntesis: sería interesante saber cómo recibieron los Andes hispano-católicos de mediados del siglo XX a una pareja homosexual y cosmopolita, pero Isherwood no hace ninguna alusión al respecto). Buena parte del viaje, casi dos meses, estuvo dedicada a Colombia: Isherwood y Caskey recorrieron el país de extremo a extremo y conocieron a muchas personalidades de la vida política y cultural colombiana de entonces.

Las memorias de este viaje fueron publicadas por Isherwood en 1949 bajo el título The condor and the cows, y aunque el libro ha sido reeditado muchas veces en inglés, tuvieron que pasar más de 60 años para que apareciera por primera vez en castellano, traducido por Andrés Barba y publicado por la editorial mexicana Sexto Piso.


Isherwood demuestra en este libro una increíble habilidad narrativa y una capacidad de observación que enlaza detalles sutiles con una comprensión muy inteligente de las fuerzas sociales y los hechos históricos que dan forma a la cotidianidad. No voy a hacer aquí una reseña completa pero lo recomiendo firmemente. La verdad es que sólo quería hacer alusión a una imagen que me cautivó y que de algún modo ayuda a entender muchas cosas sobre Colombia. De hecho, es por momentos casi un libro de sociología, y es sorprendente la cantidad de constantes culturales que han cambiado tan poco en Colombia en tantos años. 

La imagen incluye a Isherwood y Caskey viajando en un barco de vapor por el Río Magdalena, entre Barranquilla y Puerto Salgar, en donde comparten la cubierta de primera clase con algunos ingenieros de petróleos, también extranjeros, y con una aristocrática familia antioqueña que acaba de volver de un viaje a Estados Unidos. Esta familia ha comprado un reluciente Buick y lo transportan en el barco hasta Puerto Berrio para llevarlo luego a Medellín. En la cubierta inferior viajan, apretados, durmiendo en hamacas, el resto de pasajeros, la mayoría de la costa caribe. La familia paisa, preocupada por “la envidia que puede causar el auto entre los pasajeros de segunda clase”, decide hacer turnos de guardia las 24 horas, incluyendo al viejo patriarca asomado a la baranda en la madrugada para asegurarse de que nadie raye a propósito la pintura de su carro. 

Pues eso. No voy a aventurar ninguna conclusión sobre esta viñeta; no es más que una entre cientos de historias similares contadas por Isherwood en este fantástico diario. Eso sí, transcribo a continuación un fragmento de las últimas páginas que me dejó casi sin aliento:

¿Cómo describir a Suramérica? Tal vez la mejor manera de hacerlo sea mediante contrastes, con los contrastes más fuertes que pueda encontrar. Montañas nevadas que surgen abruptas en mitad de la selva o del llano tropical. Cóndores girando sobre las vacas; pasajeros de una aerolínea mirando desde la altura recuas de llamas; relucientes Cadillacs pitándole a las mulas, bellezas de Coca-Cola en chozas de barro; una muchacha con un sombrero parisino comprándole huevos en un mercado a una mujer sentada en una manta; un negro rubio hablando en español con un chino pelirrojo; un niño descalzo y mugriento vendiendo lotería con voz chillona en un lujoso bar estilo Tudor en el que un piloto comercial de Texas bebe pisco sours con un taladrador holandés; un exoficial de la RAF llevando en su avión a un grupo de indios cazadores de cabezas y un cargamento de cerdos vivos sobre un afluente del Amazonas; una iglesia de mármol con altares de oro y plata en medio de una destartalada barriada de adobe; una ruinas de más de mil años con consignas políticas pintadas en sus muros; un asesino que sale a escondidas con un guardián de la prisión para ver una película y pasar por un burdel; un profesor de historia de vuelta a casa tras una conferencias en Harvard nombrado ministro y encarcelado durante un golpe militar, exiliado a Argentina y luego nombrado embajador en Venezuela, todo en menos de seis meses; los descendientes de los incas leyendo a Marx, la doctrina de la Trinidad y el folleto de instrucciones de un jeep; los descendientes de los conquistadores reconstruyendo laboriosamente un templo indígena bajo la dirección de un arqueólogo estadounidense.
Es una tierra de violencia, de truenos, de avalanchas en las montañas, de inundaciones y tormentas en los llanos. Los volcanes entran aquí en erupción, la tierra tiembla y se abre, los bosques están llenos de animales salvajes, insectos venenosos y serpientes mortíferas. Por una sola palabra inadecuada los cuchillos muchas veces salen a volar, se asesina a familias enteras sin razón, los disturbios son súbitos y sangrientos y a menudo insensatos, los coches y los camiones se enfrentan o circulan entre precipicios con indiferencia suicida. Tanta energía para la destrucción, y tanta apatía cuando algo tiene que ser reparado o construido, tanto humor en el abandono, tanto fatalismo paralizante ante la pobreza y la enfermedad. Los hombros que se encojen, la lánguida sonrisa del cinismo. Nunca se puede hacer nada, siempre es demasiado tarde. Siempre han muerto todos y está todo destrozado, liquidado, roto. Usen la otra puerta. Duerman en otra habitación. Tírenlo a la cuneta. Ate los extremos con una cuerda. Ponga una cruz conmemorativa.

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