El capitán Phillips y Benito Cereno


Hace unos días vi Captain Phillips (2013), la película de Paul Greengrass protagonista de esta última temporada de premios. La película cuenta la historia del capitán Richard Phillips, al mando del barco mercante Maersk Alabama, secuestrado en abril de 2009 por cuatro piratas somalíes. El hecho fue muy publicitado en su momento como el primer acto de piratería contra un barco estadounidense en casi 200 años. La película ha sido un éxito de taquilla y de reseñas críticas (8/10 en IMDb, 93% en Rotten Tomatoes, 83% en Metacritic). Sin embargo, debo decir que terminé de verla con una sensación de hastío con el triunfalismo gringo sólo comparable al que se siente ante películas de serie B que no son más que propaganda política mal disimulada.

Entiendo que Greengrass intentó ser fiel a los hechos tal y como ocurrieron, como lo había intentado también en United 93 (2006). Pero no podía dejar de pensar que es el mismo Greengrass de la saga Bourne. Los momentos, cada vez más frecuentes hacia el final de la película, en que el tono de la narración se hace apocalíptico-militar-melodramático son francamente ridículos teniendo en cuenta que el archivillano son cuatro adolescentes somalíes desarrapados y a punto de morir de inanición, literalmente. Lo que asusta es pensar que, según las fuentes disponibles, los hechos realmente ocurrieron así, o de un modo muy similar. Es decir, que los gringos realmente movilizaron dos buques de guerra, dos helicópteros, un avión de la inteligencia militar, un barco de asalto tipo anfibio, un equipo de comandos SEAL y hasta drones tipo scan-eagle (sin hablar de los negociadores del FBI, los equipos de comunicación, la inteligencia militar, la “diplomacia”) para enfrentar a cuatro somalíes armados con rifles viejos. Al final, por supuesto, tres de ellos fueron asesinados y uno más, Abduwali Muse, atrapado y luego condenado a 33 años de prisión; y el capitán Phillips, el héroe de la historia, fue rescatado ileso. 

Me parece a mí que el espectador no puede sino quedar perplejo ante semejante desproporcionalidad. Pero parece que no, que ni los espectadores gringos del promedio ni los realizadores de la película encuentran ningún problema en eso, ni intuyen siquiera algo absurdo en el fondo de la historia. La historia está diseñada para que el espectador sienta empatía por el capitán Phillips, un hombre “de familia”, un hombre trabajador, y una especie de lejana compasión por Adbuwali Muse y sus compañeros, oscuramente descritos como víctimas de un sistema tribal violento y corrupto. Al final es inevitable imaginar el mecanismo ideológico que justifica las invasiones militares gringas por el bien de la “libertad” o la “democracia”.

Todo esto, sin embargo, me recordó un episodio de –digamos– mi “educación política”, que de algún modo contrasta con el disgusto que me causó esta película. Se trata de la lectura de Benito Cereno (1855), la novela corta de Herman Melville sobre el amotinamiento de un grupo de esclavos en un barco español, basada también en hechos reales ocurridos en 1799. 


Leí Benito Cereno cuando tenía unos veinte años y recuerdo muy bien que su lectura motivó un profundo desacuerdo con algunos amigos que vieron en ella una parábola revolucionaria en la que los esclavos amotinados (liderados por Babo, un personaje siniestro) hacían justicia asesinando a gran parte de la tripulación del barco y, especialmente, a su “amo”, Alejandro Aranda, cuyo cadáver cuelgan del mástil principal. El desacuerdo consistía en que yo sentí pesar por Aranda y también por Benito Cereno, el capitán del barco, secuestrado como el capitán Phillips, aunque en circunstancias ciertamente más trágicas.

Aunque Melville no es ni mucho menos un panfletario y su novela no trataba de demonizar a los españoles ni de justificar la violencia de los esclavos amotinados, parece que es así como muchas personas han leído Benito Cereno: celebrando a rabiar el sangriento motín, que a mí me pareció escabroso, injusto e inútil. Creo que gracias a esa división de opiniones sobre la novela descubrí (pero sólo después supe que lo había descubierto en ese momento) que no podía ser un radical, que estaba condenado a ser un tibio, una de esas personas que se conmueve también con el sufrimiento de los poderosos, y no únicamente con el de los oprimidos. Es por eso que llamo a esto un episodio de mi educación política.

Lo que me pregunto ahora es, ¿por qué soy condescendiente con el capitán Benito Cereno pero no con el capitán Richard Phillips?, ¿ha pasado algo entre aquella novela y esta película que haya cambiado mis prejuicios y mis opciones políticas?, ¿tiene que ver con la distancia entre un hecho histórico y uno contemporáneo?, ¿entre el Imperio Español y los Estados Unidos? No lo sé, pero precisamente intentando entenderlo he escrito esta entrada. 

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