Política y familia

La mayor parte de mi familia (como, me temo, la mayor parte de los colombianos) acoge sin reservas los principios políticos de la derecha y hasta de la extrema derecha. Esto es: la justificación de la fuerza desmedida para mantener “el orden” (y el statu quo), el rechazo a cualquier forma de asistencia social, la creencia en que la movilidad social es pura cuestión de voluntad, la tolerancia y hasta la apología de diversas formas de “limpieza social”. Y en fin. Cada vez que tengo que escuchar en reuniones familiares la defensa de estas y otras convicciones, muchas veces macabras, me pregunto qué tan útil o necesario sea debatir sobre estas cuestiones con, digamos, un par de tías a las que por otra parte tengo afecto. No puedo pensar en ellas con la misma distancia con la que pienso en los comentaristas de los foros de los periódicos. Hasta donde yo sé, no le han hecho daño a nadie y han trabajado duro. Algunas veces he presionado un poco para hacer avanzar la discusión y muy pronto veo que la cosa toma un mal carácter y asoman rencores personales tal vez innecesarios.

Sé que muchos amigos tienen esta misma sensación de impotencia frente a las opciones políticas de su familia, y me pregunto cómo hemos llegado, habiendo crecido en ese ambiente (y en Colombia, en todo caso) a defender ideas tan distintas. Precisamente ayer, ante una horrible justificación de los falsos positivos (¡!) por parte de varios familiares, decidí resumir esas ideas que constituyen mi visión política en dos principios simples. 

El primero es el respeto a la vida ante todo. Creo que el derecho a la vida debe estar por encima de cualquier otra consideración y debe intentar defenderse en todo caso, aunque muchas veces sea difícil vencer nuestro orgullo y nuestra limitada concepción de la justicia como venganza. Creo que la justificación de cualquier asesinato conduce a la naturalización de muchos otros, como demuestra muy bien la triste e indignante celebración de la muerte de un ladrón denunciada en este blog.

El segundo es la solidaridad con quienes sufren injusticias o tienen desventajas (físicas, económicas, culturales, de cualquier tipo) respecto del promedio. Una solidaridad que debiera traducirse, cuando menos, en no celebrar ni justificar sus desgracias. No estamos en una competencia en la que sea imprescindible que unos pierdan para que otros ganen, como cínicamente nos han hecho creer. Si la democracia tiene algún sentido, es porque idealmente mitiga las injusticias y las desventajas. No es el gobierno de las mayorías, sino la garantía del respeto por las minorías, como alguna vez escribió Antonio Caballero.

No pretendo que estos dos principios, tan básicos y claros como parecen, puedan llevarse siempre a la práctica con la misma claridad. La política es, antes que nada, cuestión de elecciones morales. El enfrentamiento complejo y muchas veces contradictorio entre estas elecciones y la vida cotidiana es un reto constante, que incluye esas incómodas escenas familiares en las que al menos yo intento cambiar el tema a toda costa y hablar del clima, del matrimonio de un primo o de los gatos de la casa.

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