Amigos
Fragmento de El hombre
del salto, de Don Delillo (Traducción de Ramón Buenaventura)
Las partidas de póquer se jugaban en casa de Keith, donde
estaba la mesa de cartas. Eran seis jugadores, los habituales, los miércoles
por la noche, el redactor comercial, el contable, el agente hipotecario, y los
demás, hombres de los que cuadran los hombros, se colocan los huevos en su
sitio, dispuestos a sentarse y jugar con cara de jugar, a poner a prueba las
fuerzas que gobiernan los acontecimientos.
Al principio jugaban al póquer en sus distintas formas y
variantes pero con el tiempo empezaron a reducir las opciones del repartidor.
La prohibición de ciertas modalidades empezó como una broma en nombre de la
tradición y la autodisciplina, pero se fue imponiendo con el tiempo, a base de
discusiones sobre las aberraciones más deslucidas. Al final, el jugador más
veterano, Dockery, que iba para los cincuenta, propuso jugar solamente al
póquer convencional, el retroformato clásico, five-card-draw, five-card-stud,
seven-card-stud, y con la limitación
de posibilidades vino la subida de las apuestas, lo cual intensificó la
ceremonia de cobertura de talones para los perdedores de la larga noche.
Jugaban cada mano con un frenesí vidrioso. Toda la acción se
situaba en algún lugar detrás de los ojos, en expectativa ingenua y calculado
engaño. Cada uno de ellos trataba de atrapar a los demás y poner límites a sus
propios sueños falsos, el agente hipotecario, el abogado, el otro abogado, y
estas partidas eran la esencia canalizada, la clara e íntima extracción de sus
iniciativas cotidianas. Las cartas rozaban el tapete verde de la mesa redonda.
Utilizaban la intuición y el análisis de riesgo de la guerra fría. Utilizaban
la astucia y la suerte ciega. Esperaban el momento profético, el momento del
envite basado en la carta que iba a entrarles, lo sabían. Vi venir una reina y
ahí la tenía. Arrojaban las fichas y observaban los ojos de alrededor.
Retrocedían a una especie de folclore anterior a la invención de la escritura,
con peticiones a los muertos. Había elementos de desafío saludable y pura y
simple mofa. Había elementos de una intención de hacer trizas la delgada y
transparente virilidad del otro.
Hovanis, muerto ahora, decidió en un momento dado que no les
hacía ninguna falta el seven-card-stud.
La sola cantidad de cartas, más probabilidades y opciones, parecía un exceso y
los otros se rieron y aprobaron la norma, reduciendo las probabilidades del
repartidor al five-card-draw, y al five-card-stud.
Hubo la correspondiente subida de apuestas.
Luego alguien planteó la cuestión de la comida. Era una
broma. Había cosas de comer, sin formalismos, en platos colocados sobre las
encimeras de la cocina. «Cómo vamos a mantener la disciplina», decía Demetrius,
«si nos levantamos de la mesa y nos llenamos las fauces de panes, carnes y
quesos pasados por tratamientos químicos». Este era un chiste que se tomaban en
serio porque levantarse de la mesa sólo estaba permitido para atender las más
acuciosas necesidades de la vejiga o ante el tipo de mala suerte que obliga a
un jugador a situarse delante de la ventana y quedarse mirando la marea
continuada y profunda de la noche.
De manera que eliminaron la comida. Nada de comer. Daban las
cartas, iban o no iban. Luego hablaban de bebidas alcohólicas. Les constaba que
era una completa estupidez pero dos o tres de ellos se preguntaron si acaso
podría ser razonable que limitaran la ingesta a los licores oscuros, whisky,
bourbon, brandy, los tonos más viriles y los más profundos e intensos
destilados. Nada de ginebra, ni vodka, ni bebidas pálidas.
Disfrutaban haciendo esto, casi todos ellos. Les complacía
crear una estructura a partir de trivialidades arbitrarias. Pero no Terry
Cheng, que era un portentoso jugador de póquer, que a veces se pasaba veinte
horas seguidas jugando por internet. Terry Cheng decía que eran todos muy
superficiales y que vivían la vida de un modo muy frívolo.
Luego alguien expuso que el five-card-draw era aún más permisivo que el seven-card-stud y empezaron a preguntarse por qué no se les había
ocurrido antes, con esa capacidad que se otorga al jugador de descartarse hasta
de tres cartas, o declararse servido, o de no ir, si lo estima conveniente, y
acordaron limitarse a una sola modalidad, el five-card-stud, y qué sumas apostaban, qué montones de fichas
resplandecientes, qué faroles y qué contrafaroles, qué bien trabajadas
imprecaciones y qué venenosas miradas, licores oscuros en vaso chato, humo de
puro juntándose en patrones estratiformes, colosales insultos contra uno mismo,
callados. Estas energías y gestos flotantes se planteaban contra la única
fuerza oponente, el hecho de las restricciones autoimpuestas, que resultaban
aún más inquebrantables por ser órdenes que venían de dentro.
Nada de comer. La comida estaba excluida. Nada de ginebra ni
de vodka. Nada de cerveza que no fuese oscura. Promulgaron un edicto contra
toda cerveza que no fuese oscura y contra toda cerveza oscura que no fuese la
Beck oscura. Lo hicieron porque Keith les contó una anécdota que conocía acerca
de un cementerio alemán, en la ciudad de Colonia, donde cuatro buenos amigos,
jugadores de una partida que se había prolongado durante cuatro o cinco
décadas, estaban enterrados en la disposición en que se sentaban siempre, invariablemente,
a la mesa de juego, con dos lápidas enfrentadas a las otra dos, cada jugador en
su puesto consagrado por el tiempo.
Les encantaba esta historia. Era una bonita historia que
trataba de la amistad y de los trascendentales efectos de un hábito sin nada de
particular. Los hizo reverentes y reflexivos y una de las cosas que pensaron
fue que tenían que hablar de la Beck oscura como única cerveza oscura, porque
era una marca alemana, como alemanes eran los cuatro jugadores de póquer de la
anécdota.
Alguien quiso prohibir que se hablara de deportes.
Prohibieron que se hablara de deportes, de televisión, de títulos
cinematográficos. Keith pensó entonces que la cosa adquiría visos de estupidez.
Las normas son buenas, le replicaron, y cuanto más estúpidas mejor. Rumsey,
muerto ahora, quiso revocar todas las prohibiciones. El tabaco no estaba
prohibido. Sólo uno de ellos fumaba cigarrillos y tenía permiso para fumar
todos los que quisiera, si no le importaba dar la impresión de hallarse algo
indefenso y de que le faltaba algo.
Casi todos los demás fumaban puros y se sentían enormes, a
gran escala, bebiendo whisky o bourbon, encontrando sinónimos para las palabras
proscritas, como húmedo y seco.
«No son gente seria», decía Terry Cheng. «Tienen que
volverse serios o morir».
El repartidor lanzaba las cartas sobre el tapete verde, sin
olvidarse jamás de anunciar a qué modalidad se jugaba, five-card-stud, aunque fuera la única que practicaban. La pequeña
ironía seca de estos anuncios fue desvaneciéndose con el tiempo y las palabras se trocaron en un ritual orgulloso, formal e indispensable, cada repartidor, five-card-stud, y les encantaba hacerlo,
con la cara muy seria, pues en qué otro sitio iban a encontrar esta especie de
sazonada tradición ejemplificada en la innecesaria enunciación de unas cuantas
palabras arcaicas.
Jugaban con tiento y lo lamentaban, se arriesgaban y
perdían, caían en estados de melancolía lunar. Pero siempre había cosas que
prohibir y reglas que establecer.
Luego una noche todo se vino abajo. Alguien tuvo hambre y pidió
de comer. Otro dio un puñetazo en la mesa y dijo: «Comida comida». Acabó convirtiéndose en un cántico que llenaba la habitación. Levantaron la prohibición
de la comida y algunos de ellos reclamaron vodka polaca. Querían bebidas
claras heladas en el congelador y servidas púlcramente en vasitos escarchados.
Cayeron otras prohibiciones, se reinstauraron las palabras proscritas.
Apostaron y subieron las apuestas, comieron y bebieron, y a partir de ese
momento volvieron a jugar variantes como high-low,
acey-deucy, Chicago, Omaha, Texas hold’em, anaconda y otras dos o tres manifestaciones aberrantes de la
genealogía del póquer. Pero echaban de menos, los sucesivos repartidores, el
hecho de pronunciar el nombre de una variante concreta, el five-card-stud, con exclusión de todas las demás posibilidades, y
trataban de no preguntarse qué pensarían de ellos los otros cuatro jugadores,
los de aquel juego de póquer salvaje, lápida contra lápida, de Colonia.
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