Los viejos


Creo que fue Abbas Kiarostami quien dijo que el grado de civilización de una sociedad debiera medirse por la compasión que tiene con sus ancianos. No podría estar más de acuerdo. Por eso vuelvo al blog después de varios meses movido, cómo no, por la indignación. El caso es este: acabo de trastearme y en el apartamento vecino vivió hasta hace unas semanas una anciana, la señora Teresa, a la que ya le costaba mucho subir las escaleras (es un quinto piso) y en general valerse por sí misma. Vivía sola. Si uno se cruzaba con ella en las escaleras invariablemente preguntaba la hora para entablar alguna conversación, y terminaba hablando de su querida sobrina, que era, decía, lo único que tenía. Pues bien, la querida sobrina decidió que la señora Teresa debía dejar el apartamento y recluirse (ese es el término, no voy a usar eufemismos del tipo “descansar”) en un ancianato. El apartamento, ahora en manos de la sobrina, está en remodelación, y como no nos separa más que un muro (y sí, porque soy un chismoso) he oído ya varias conversaciones de la famosa sobrina, una mujer detestable, con los trabajadores de la obra: se queja agriamente de los costos del ancianato y se deshace de los objetos de su tía con expresiones del tipo: “llévese esa basura si le sirve”. 
El caso de la señora Teresa no es nada raro. En este barrio viven muchos viejos, muchos de ellos solos, y algunos de ellos en grandes casas de otros tiempos que hoy parecen un “desperdicio” de espacio y son codiciadas por los constructores para levantar moles de veinte pisos. Los constructores, los especuladores inmobiliarios, incluso algunos vecinos y probablemente algunos familiares, todos parecen a la expectativa de la muerte de los viejos: como aves carroñeras.
Todo esto me ha hecho pensar mucho en la vejez y en la falta de compasión, incluso el desprecio, hacia los viejos, que es, diría Kiarostami, un signo inequívoco de barbarie. Pensando en eso he recordado El diario de la guerra del cerdo, la novela de Bioy Casares sobre una insidiosa e implacable guerra contra los viejos, y el recuerdo de esa novela me ha llevado a otras, como la melancólica La hoja roja, de Miguel Delibes, que cuenta la historia de los últimos y solitarios días del viejo Eloy, desde su jubilación hasta su muerte; o La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro, que narra también los últimos días de un viejo, Salvatore, obligado a morir en la ciudad, lejos del campo en el que siempre vivió. Pero tal vez la ilustración más escabrosa del odio hacia los viejos (y del terror a la vejez) está en Los viajes de Gulliver, en uno de cuyos capítulos Gulliver visita un país en el que los viejos no mueren, de modo que son desterrados y encerrados en grandes cavernas. 
Uno de mis proyectos siempre aplazados es escribir un texto (digamos un ensayo) sobre la educación sentimental de los viejos, cuando se supone que ya nada se puede aprender, como dice Vila-Matas, quien precisamente escribe la mejor historia de este tipo que conozco: El viaje vertical, una historia que empieza precisamente cuando su protagonista, Federico Mayol, es abandonado por su mujer y se queda sólo y a la deriva a los 72 años. En este ensayo imaginado incluiría también algunas películas, como la genial About Schmidt, de Alexander Payne, o The straight story, de David Lynch; que tratan también sobre la educación sentimental de un viejo. Incluso Las correcciones, de Jonathan Franzen, que ha sido leída sobre todo como la historia de un joven adulto, Chip, puede leerse también como una novela sobre dos viejos, Alfred y Enid, y su fantástico final revela la importancia de esta inusual lectura. La muerte de Alfred es también el inesperado renacimiento de Enid, cuando se supone que ya nada se puede emprender: 
“Permanecía acurrucado en la cama, respirando apenas. No se movía por nada ni respondía a nada, salvo en una ocasión, para rechazar rotundamente, con un movimiento de cabeza, el intento de Enid de ponerle un trozo de hielo en la boca. Rechazar fue lo único que nunca olvido. De nada había servido que ella lo corrigiera tanto. Seguía tan testarudo como el día en que se conocieron. Y, sin embargo, cuando estaba muerto, cuando le apoyó los labios en la frente y salió a la cálida noche de primavera, tuvo la sensación de que nada, ahora, podría matar su esperanza. Tenía setenta y cinco años e iba a introducir unos cuantos cambios en su vida” 
Por estos días en los que se habla tanto en Colombia de reformas pensionales, y se tumban tantas casas para hacer edificios para dar lugar a los pujantes jóvenes en edad productiva, vale la pena pensar en Abbas Kiarostami. Hace poco leí (con horror) la noticia de que el ministro de finanzas japonés había invitado a los viejos a morirse pronto, “pues son una carga para el Estado”. Si esa no es la definición misma de barbarie, no sé cuál es.

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