My Fair Lady y la educación


Debo anunciar que este comentario no pretende ser crítica cinematográfica. Para eso están los Cahiers de DVD. Aquí simplemente escribo algunas ideas que se me ocurrieron viendo una película, que es distinto. La película del caso es My Fair Lady (1964), de George Cukor, una película archifamosa, ganadora de ocho premios Oscar, y secuela de un musical archifamoso, que se presentó nada menos que 2717 veces entre 1956 y 1962. Tanto la película como el musical se basaron en la obra teatral Pygmalion, escrita en 1912 por George Bernard Shaw. 
La historia que cuentan la película, el musical, y la obra teatral, se puede reseñar simplemente: en el Londres de 1912 se encuentran dos aristocráticos personajes: el profesor Henry Higgins y el coronel Pickering; en el mercado conocen a una florista, Eliza Doolitle, pobre e inculta, pero bella. Higgins reta a Pickering y apuesta a que puede educar a Eliza de modo que en un par de meses pueda pasar por una duquesa. Meses después, cómo no, Higgins gana la apuesta y se casa con Eliza. 
Hay, claro, muchos otros personajes, como el padre de Eliza, Alfie Dolittle, un holgazán y un alcohólico, que sin embargo “corre con suerte” y también por arte de magia (como su hija) termina heredando una fortuna. Es interesante como el profesor Higgins es constantemente presentado como un hombre “muy trabajador”, lo que sin duda justificaría su riqueza, mientras que Alfie personifica la pereza que, por contraste, justificaría su pobreza. 
Muchos detalles de la historia han cambiado entre versiones. Por ejemplo, en la obra de Shaw, Eliza no se casa con Higgins sino con Freddy Eynsford-Hill, un joven y apuesto aristócrata; la diferencia radica en que de este modo Eliza le da una lección a Higgins, quien es abiertamente misógino, por haberla despreciado debido a sus orígenes (y a su género). En todo caso, el argumento de fondo permanece idéntico. Y es ese argumento de fondo el que me interesa. 
El punto es que Higgins es capaz de transformar, en un par de meses, a una florista miserable en una duquesa. Y lo hace principalmente “mejorando” su lenguaje. Es decir, cambiando su acento cockney por el acento de las clases altas londinenses. De manera que gracias al capricho de un millonario (que algunos llamarían acto filantrópico) opera la magia de la movilidad social. En el fondo, este argumento no es más que una parábola del mito moderno de la educación. 
En principio, Eliza no es siquiera un sujeto: es un conejillo de indias, un experimento. Que Higgins termine por enamorarse de su propia creación no es más que la confirmación de su egocentrismo. Vale la pena recordar que la obra de Shaw toma su título del mito griego de Pigmalión, un escultor que se enamora de una de sus esculturas, a la que Venus decide dar vida propia para que su creador pueda, en efecto, poseerla. El mito de Pigmalión ha dado para todo tipo de interpretaciones. Algunas de sus versiones modernas más reconocidas son Frankenstein y Pinocho. Lo que comparten todas estas variaciones de la historia de Pigmalión es el fondo mesiánico: los sujetos experimentales le deben todo a sus creadores. 
Lo mismo sucede con Eliza, y por ese camino con todos los estudiantes que hayan comprado el truco de la educación como garantía del mágico ascenso social. En tanto sujeto experimental, Eliza es incluso más adecuada que Frankenstein o Pinocho, pues es mujer (y Higgins hombre): el modelo del culebrón supuestamente latinoamericano: la empleada pobre y el empleador rico se enamoran. 
La fábula de Eliza Dolittle no sólo es sexista y clasista, sino sobre todo tramposa: no es un “lenguaje educado” el que garantizará la movilidad social, y mucho menos es una cuestión de voluntades personales, tanto como de estructuras sociales. En principio, que la “buena educación” haya sido usada como instrumento de poder para monopolizar el acceso a los recursos que permiten comprar esa misma educación, es ya suficientemente contradictorio como para recelar un poco del asunto, como ha subrayado Gabriel Zaid en un libro excelente e injustamente olvidado: El progreso improductivo (1979). 
El mágico ascenso social de Eliza le sirve, según le dice el propio Higgins, para buscar un buen marido. Es decir que ya no vende flores, como al inicio, sino que puede venderse a sí misma (y esta frase es de la propia Eliza). Me imagino que eso es lo que héroes neoliberales como Mauricio Botero quieren decir cuando repiten salmos a la educación como la siguiente joya: “La riqueza no radica en tener o no tener un medio de producción, sino en la educación y el esfuerzo.” 

Comentarios

  1. Y ENTONCES QUÉ MAURO... EN ESTOS DÍAS ME ACORDÉ DE BOSQUE DE SAN CARLOS Y, POR SUPUESTO, DE SU HERMANA Y USTED. POR AHÍ NOS ENCONTRAMOS HACE UNOS AÑOS, NO SÉ SI SE ACUERDA, CUANDO USTED VIVÍA EN LA CANDELARIA, LEÍA MUCHO A CHEJOV Y APENAS COMENZABA SU MAESTRÍA EN LA NACHO. INTERESANTE SU BLOG. UN ABRAZO Y SALUDOS.

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  2. Claro que me acuerdo; y me acuerdo también, y mucho, del Bosque. ¿En qué anda? Escríbame y hablamos: mauricioymontenegro@gmail.com

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